«Es el Señor»: El acompañamiento espiritual (II)

Muchas personas que han encontrado a Cristo o que han vuelto a la fe gracias a un amigo describen la ayuda que recibieron como un genuino acompañamiento espiritual.

«Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar» (Jn 21,7). El discípulo amado solo había puesto palabras a lo que estaba viendo con los ojos de la fe. Y Pedro, «con el mismo ardor con que hacía muchas otras cosas, fue a Jesús»1. El primer Papa recibe la pista de Juan a su manera: apasionadamente. Así que se lanza al agua, a pesar de que la barca se encuentra ya cerca de la orilla. Visto con objetividad, el chapuzón era inútil; pero en ese momento Pedro necesitaba manifestar así su amor a Jesús, su urgencia por hablarle. Y no resulta difícil imaginar la sonrisa del Señor, entre divertido y conmovido con la reacción de Pedro.

Fomentar la personalidad y la iniciativa de cada alma

Esta escena captura una dinámica clave para un auténtico acompañamiento espiritual: el acompañante indica discretamente, sin imponerse, dónde cree estar viendo al Señor; y el acompañado se pone en marcha, para ir al encuentro del Señor. El acompañante puede ofrecer orientación y apoyo, pero, en última instancia, es el otro quien debe discernir la voluntad de Dios para su propia vida, y dar los pasos oportunos. Dicho de otro modo, en la dirección espiritual es esencial fomentar la responsabilidad y la iniciativa personal: ayudar a cada uno a desarrollar su propia vida de oración, a buscar recursos espirituales y a tomar sus propias decisiones.

Las personas crecen en madurez y en libertad cuando se fomenta su responsabilidad. Y eso les permite amar más y mejor. El Padre nos lo ha recordado en una de sus cartas: «San Josemaría escribe, refiriéndose a los que reciben las charlas personales de sus hermanos, que “la autoridad del director espiritual no es potestad. Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera ―a que le dé la gana― cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad”. Con los consejos de la dirección espiritual se procura secundar la acción del Espíritu Santo en cada alma y ayudarla a situarse ante Dios y ante sus propios deberes con libertad y responsabilidad personales porque, “al crear las almas, Dios no se repite. Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios”»2.

Para fomentar la responsabilidad de las personas, conviene evitar dar consejos de inmediato, por muy claras que parezcan las soluciones. Sucede en muchos ámbitos de la vida: una persona necesita apoyo o ánimos, y en cambio recibe consejos… Aunque a veces convendrá darlos, es necesario sobre todo animar a cada uno a buscar sus propias respuestas: «¿Y tú qué piensas?»; «¿Por qué no rezas sobre esto con calma y lo hablamos otro día?». En ocasiones, el acompañamiento espiritual consistirá en ayudar a las personas haciéndoles preguntas que abran nuevos horizontes de discernimiento: «¿Qué ventajas y qué inconvenientes ves a actuar de esa manera?»; «¿Has pensado si esto forma parte del camino por el que Dios te ha traído hasta aquí?». Este tipo de enfoques ayudan a las personas a desplegar la virtud de la prudencia en todas sus dimensiones. Así, sin dejar de pedir consejo cuando sea necesario, llegarán también al desarrollo integral de esta virtud, que supone juzgar y decidir bien3.Lógicamente, si una persona tiene poca formación en la vida moral o ascética, convendrá que el acompañante explique y muestre el sentido de las enseñanzas del Magisterio relevantes para su situación. O, si se estima que podría estar cometiendo un error grave, conviene decirlo sin rodeos. Sin embargo, el objetivo principal debe ser guiar a las personas hacia una reflexión personal, invitándolas a discernir en la presencia de Dios cómo el Evangelio ilumina sus vidas y sus desafíos4.

Cuando una persona abre su corazón, acepta ponerse en una cierta situación de fragilidad. El acompañante, por su parte, debe aprender a «quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cfr. Ex 3,5)»5. En este sentido, es necesario ser muy respetuoso con la dignidad y la intimidad de cada uno, evitando preguntar por mera curiosidad, o forzar conversaciones que el otro no está quizá aún preparado para tener. Además, el acompañante nunca debe mostrar sorpresa por nada de lo que le cuentan, ya sean acciones, deseos o tentaciones. Incluso las personas con buena formación y con un genuino anhelo por Dios pueden tener momentos de debilidad o de prueba. A su vez, tampoco la persona que confía su interioridad debería abstenerse de decir algo pensando que el otro se va a sorprender o disgustar.

Un buen director espiritual sabe exigir sin hacerse cargante, porque respeta con paciencia los tiempos de las personas. Puede ser bueno recordar en este sentido el pasaje de Isaías con el que san Mateo se refiere a Jesús en su Evangelio: «No quebrará la caña cascada ni apagará la mecha humeante» (Mt 12,20; Is 42,3). Así, un excesivo énfasis en lo que no va podría obstaculizar el acompañamiento. Por ejemplo, advertir a alguien sobre un defecto puede hacer que reaccione y cambie, pero también puede hacer que se desanime o que se entristezca. Suele ser mejor ayudar a las personas a darse cuenta por sí mismas de las cosas, removiendo poco a poco los obstáculos para que vean los problemas o reconozcan los defectos.

Lo sabemos por experiencia: la persona agotada al borde del camino raramente se vuelve a poner en marcha porque le lancen ánimos desde la distancia; lo que agradece, y que le ayudará a rehacerse, es una palabra de aliento, y algo de comer o de beber. Igual que no podemos forzar a una planta a crecer más rápido tirando de ella, porque de este modo acabaríamos por arrancarla, tampoco podemos acelerar el desarrollo espiritual de las personas sin hacerles daño. Las almas, «como el buen vino, se mejoran con el tiempo»6.Por eso, «la formación, a lo largo de toda la vida (…), tiende en una medida importante a abrir horizontes. En cambio, si nos limitásemos a exigir y a ser exigidos, podríamos acabar por ver solo lo que no alcanzamos a hacer, nuestros defectos y limitaciones, olvidando lo más importante: el amor de Dios por nosotros»7.

La amistad como acompañamiento espiritual

Las consideraciones anteriores se refieren especialmente a la práctica formal del acompañamiento espiritual, que en la Obra tiene lugar en la charla fraterna, con un laico o con un sacerdote, o en la confesión, y en otras conversaciones con el sacerdote. San Josemaría quiso siempre evitar que llamáramos a esas personas nuestros «directores espirituales». Este enfoque, al relativizar la figura de la persona concreta, ofrece una diversidad de perspectivas que enriquece la vida espiritual, a la vez que evita excesivos apegos por ambas partes. Se sale así también al paso del riesgo de generar «directores posesivos», y de los personalismos que suelen encontrarse en el origen de algunos casos de abuso de conciencia.

Con todo, el acompañamiento espiritual puede extenderse también más allá de estos ámbitos formales. La amistad, entendida como el amor benevolente que surge entre personas con intereses o visiones afines, es una forma de acompañamiento indispensable para nuestras vidas. Cuando el interés compartido abarca la esfera espiritual, la amistad se convierte naturalmente en una forma de acompañamiento espiritual. El Padre lo recordaba escribiendo sobre san Basilio y san Gregorio Nacianceno. «La amistad que trabaron en su juventud los mantuvo unidos a lo largo de toda su vida, y aún hoy comparten la fiesta en el calendario litúrgico general. San Gregorio cuenta que “una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras”. Su amistad no solo no los distraía de Dios, sino que los llevaba más a él»8. Una amistad abierta a las preocupaciones espirituales es un marco informal, pero auténtico, de acompañamiento espiritual, porque ahí están presentes todos los elementos que hemos comentado antes: apertura a la obra del Espíritu Santo, escucha atenta, y motivación de la personalidad e iniciativa.

Muchas personas que han encontrado a Cristo y a la Iglesia gracias a un amigo o a una amiga describen la ayuda que recibieron como un acompañamiento espiritual. Casi sin darse cuenta, su amigo los iba acompañando paso a paso y los llevaba a amar a Jesús, hasta que dieron el paso de bautizarse o de hacerse católicos. Lo mismo les sucede a quienes han regresado a la fe a través de una amistad leal o quienes han evitado separarse de Dios gracias a las palabras de un amigo. Así, el «apostolado de amistad y confidencia»9, como lo llamaba san Josemaría, se acerca bastante a lo que conocemos como acompañamiento espiritual: «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes»10.

La relación simétrica entre dos personas amigas abre, por lo demás, dimensiones que son menos accesibles en el acompañamiento como tal: compartir y apoyarse mutuamente. Los amigos intercambian experiencias y puntos de vista, ayudándose el uno al otro a afrontar los retos de la vida. Esto abre algunos caminos, aunque también cierra otros. En una relación de amistad yo no puedo esperar siempre que el otro me escuche, ya que a veces será más bien él quien necesita ser escuchado. Por otro lado, mis amigos no siempre podrán aconsejarme adecuadamente sobre aspectos de la vida espiritual o de mi camino particular, porque quizá no lo conocen bien; aunque su perspectiva podrá sin duda enriquecerme. Por estas razones, aunque la amistad complementa y enriquece a la dirección espiritual, de hecho no puede sustituirla.

En las formas de acompañamiento espiritual formal, en cambio, la relación entre las dos personas es asimétrica: solo una de las partes tiene el papel de escuchar y aconsejar; un papel que no debe desdibujarse ni invertirse. Esta distinción introduce límites que ayudan a la persona a abrir su corazón sin las interferencias emocionales que quizá dificultarían un enfoque y una objetividad adecuados. También facilita que la persona, después de considerar el asunto en la presencia de Dios, pueda comentar aspectos íntimos de su relación con Dios y con los demás, incluyendo las raíces de sus pecados y sus luchas profundas. Esto no significa, sin embargo, que la relación entre el director y el acompañado tenga que ser fría y seca: salvando esa asimetría y distancia emocional, es necesario por parte del director espiritual un verdadero afecto por las personas que acompaña, porque solo se puede ayudar verdaderamente cuando se ama con el amor de aquel que nos ha llamado amigos (cfr. Jn 15,15).

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«Traed algunos de los peces que habéis pescado», dice el Señor (Jn 21,10). San Pedro, aún empapado por su chapuzón en el lago, arrastra hasta la orilla la red cargada de peces. Tras un merecido desayuno, se aleja caminando con Jesús. Emprenden entonces, discípulo y Maestro, un diálogo íntimo: ¿oración, acompañamiento espiritual? Ambas cosas, en divina armonía. Pedro, desarmado, renueva su fidelidad al Señor. Y el Señor, que nunca dejó de creer en él, lo confirma en su misión: «Sígueme». Se voltea Pedro, y pregunta acerca del otro discípulo, que camina más atrás. «Tú sígueme», insiste Jesús (cfr. Jn 21,19-22). Juan no oye lo que dicen: tampoco es su papel. Como el Bautista (cfr. Jn 3,27-30), se alegra de saber que ha facilitado el encuentro.


1 San Beda el Venerable, citado en Catena aurea, Jn 21,1-11.

2 F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-01-2018, n. 10; las citas de san Josemaría son de la Carta 26, n. 38.

3 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco VI, 13; Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II q. 47 a. 8 co.

4 «Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99).

5 Francisco, Evangelii gaudium, n. 169.

6 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 78.

7 F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-01-2018, n. 11.

8 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-11-2019, n. 5. Las referencias internas son de san Gregorio Nacianceno, Sermón 43.

9 San Josemaría, Surco, n. 192.

10 San Josemaría, Camino, n. 973.

Dancho Azagra