Artículo del prelado del Opus Dei en el diario El Mundo

Reproducimos la Tribuna de opinión que Mons. Fernando Ocáriz ha publicado en el diario español El Mundo con motivo del 50 aniversario de la muerte de san Josemaría.

Juan Pablo II en la canonización de san Josemaría

Hace un mes y medio, en esa tarde histórica de la primavera romana, el recién elegido Papa León XIV convirtió el saludo de Cristo resucitado en sus primeras palabras como pontífice dirigidas desde el balcón de la plaza de San Pedro al mundo entero: “¡La paz esté con todos vosotros!”. Y más adelante completó: “Quisiera que este saludo de paz entre en sus corazones, llegue a sus familias, a todas las personas, dondequiera que estén, a todos los pueblos, a toda la tierra”.

La propuesta del Papa indica una trayectoria: de la paz en los corazones a la paz en toda la tierra. Entre las numerosas cosas que podría haber dicho, optó por un anuncio de paz. Mientras tanto, las portadas de los periódicos siguen reflejando cada día la inquietante falta de paz de nuestro tiempo. Falta la paz en los grandes titulares y entre las grandes potencias, pero también en los pequeños mensajes de cada día: entre parientes, vecinos, amigos, colegas. Falta la paz, también, en las conciencias, donde muchas veces reinan el temor, la duda, la ansiedad, la preocupación.

Frente a este panorama, el deseo de la paz se presenta, en el mejor de los casos, como una utopía; y, en el peor, como una abdicación de los ideales por lo que deberíamos luchar. Sin embargo, los cristianos sabemos que Cristo es nuestra paz (Ef 2, 14) y que la paz que deseamos es un regalo de Dios, que necesitamos aprender a acoger y transmitir.

Hoy, al cumplirse cincuenta años del fallecimiento de san Josemaría Escrivá —fundador del Opus Dei—, viene a la memoria una de sus expresiones más recordadas: la invitación a ser “sembradores de paz y de alegría”. Puede parecer una frase bonita pero poco realista; sin embargo, es el testimonio de quien vivió en carne propia una guerra civil y las consecuencias devastadoras de una guerra mundial. En ese contexto dramático, san Josemaría procuró ser puente, no trinchera; unión, no división. Sus convicciones de sacerdote y de cristiano lo llevaban a vivir “con los brazos abiertos donde quepan todos: los de la derecha, los de la izquierda, los de enfrente, los de atrás, ¡todos, todos, todos!”. Los brazos abiertos, como Cristo en la cruz, que imploró el perdón para sus verdugos e impulsó en la historia —como le gustaba decir a Benedicto XVI— la “revolución del amor”.

Así, cuando la violencia parece tener la última palabra, cuando la agresión parece la única alternativa, aparece la oportunidad de desafiar la lógica terrena y levantar la mirada al ejemplo de Cristo. “Cristo nos precede —afirmaba León XIV en su primer discurso, minutos después de ser elegido Papa—. El mundo necesita su luz. La humanidad lo necesita como puente para ser alcanzada por Dios y por su amor”. La paz es un don de Dios que hemos de pedir unidos.

Además, todos podemos contribuir a edificar la paz en los corazones y en las relaciones, normalmente con pequeños aportes de pacificación: en la propia casa, en el barrio, en el lugar de trabajo. A su vez, la paz necesita apoyarse en una justicia vivificada por el amor. Quienes se saben hijos de Dios descubren “hermanos” en los demás, como aconsejaba san Josemaría: “Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!” (Surco, n. 317).

El anhelo universal de paz es también una urgencia cada vez más visible. No basta con lamentar la violencia; todos, creyentes o no, estamos llamados a cultivar, desde nuestro lugar, un ecosistema de paz: quien tiene la paz, la transmite con su presencia, con su forma de reaccionar ante las personas y los acontecimientos. Esta tarea comienza en lo pequeño: en el lenguaje que usamos, en nuestras conversaciones, en los gestos cotidianos en el hogar, en el trabajo, en la universidad o en el espacio digital. Reflexionaba hace unos días León XIV: “La paz no es una utopía: es una vía humilde, hecha de gestos cotidianos, que entrelaza paciencia y valentía, escucha y acción” (17-VI-2025).

En este sentido, cuando san Juan Pablo II canonizó a san Josemaría en 2002, lo llamó el “santo de la vida ordinaria”. Ese título expresa el corazón de su mensaje: Dios se encuentra en lo cotidiano, y también allí se edifica la paz. Habitualmente, no se tratará de realizar gestas heroicas, sino de construir vínculos desde la paciencia, la amabilidad, el perdón. Las guerras de la vida cotidiana no empiezan con las bombas, sino con palabras duras, desprecios pequeños, gestos de egoísmo o indiferencia, que van escalando.

Comentando la bienaventuranza —la alegría— de los que “trabajan por la paz” (Mt 5, 9), el Papa León invitaba a los representantes de los medios de comunicación a considerar que “el modo en que comunicamos tiene una importancia fundamental; debemos decir ‘no’ a la guerra de las palabras y de las imágenes” (18-V-2025).

Por eso, el primer terreno para sembrar la semilla de la paz es nuestro propio corazón. Conquistar la paz interior resulta un desafío particular en estos tiempos de ansiedades y temores. En palabras de san Josemaría, “no hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian” (Es Cristo que pasa, n. 73).

Tienen una actualidad asombrosa las palabras del apóstol Santiago, que expresan esa tensión entre el bien y el mal que llevamos en nuestra naturaleza humana: “Donde hay rivalidad y discordia, hay también desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora” (Stg 3, 16-18).

De la paz interior nace la paz a nuestro alrededor. Lo notamos en nosotros mismos y, de modo especial, agradecemos cuando aparece en nuestra vida un artesano de la paz: esas personas que son portadoras de una luz, que tejen unidad y concordia —sintonía de los corazones—, que abren horizontes y contagian alegría. Evocando al Papa Francisco, son esos “santos de la puerta de al lado” que construyen la paz de la puerta de al lado. Esas personas nos inspiran con su ejemplo de pedagogos de la paz.

Muchas veces, la contribución a la paz que podemos dar a nuestro alrededor pasa por desarrollar una actitud de comprensión a los demás. “La caridad, más que en dar, está en comprender —enseñaba san Josemaría—. El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad —no de la cizaña—, de la disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz” (Es Cristo que pasa, n. 124).

Recordar hoy a san Josemaría es también renovar ese compromiso de trabajar por la paz siendo “hermanos de todas las criaturas y sembradores de paz y alegría”. “La paz desarmada y desarmante” de Cristo resucitado, anunciada por León XIV en su primer discurso, y que bien podría inspirar nuestro día a día, no como ideal abstracto, sino como actitud concreta: una forma de estar en el mundo que genere reconciliación, esperanza y unidad.