- La ley de Dios busca nuestro bien.
- La libertad de cumplir un deber.
DURANTE su predicación, Jesús propuso un nuevo modo de ver la realidad. Algunos fariseos no hacían más que velar por el cumplimiento de unas normas que cada vez eran más numerosas. En cambio, Cristo puso en el centro de su mensaje el amor de Dios, que lleva al bien de la persona. Al fin y al cabo, este era el propósito de la ley que el Señor había dado a Moisés: ayudar al hombre a vivir de una manera que le haría feliz. Sin embargo, las autoridades judías habían establecido tal cantidad de prescripciones que se había oscurecido el sentido original de los preceptos divinos: lo más importante era cumplirlos al pie de la letra. No hacía falta, por tanto, descubrir el bien que suponían para la propia existencia.
Por este motivo, la mayoría de los israelitas escuchaban con entusiasmo la buena nueva de Jesús. Quizá percibían en sus palabras un anuncio liberador, que daba respuesta a sus inquietudes más profundas. No obstante, los fariseos se negaban a acoger este mensaje y buscaban el momento oportuno para acusarle de incumplir la ley divina. Y un sábado, mientras Jesús comía precisamente en casa de uno de ellos, «resultó que delante de él había un hombre hidrópico» (Lc 14,2). Parece incluso una escena preparada para poner al Maestro entre la espada y la pared: si lo curaba, podían denunciarle por no respetar el día del Señor; si no hacía nada, entonces serviría para reforzar sus propias convicciones acerca del sábado.
El razonamiento de Jesús es sencillo. «¿Es lícito curar en sábado o no?», pregunta a los allí presentes. Ante la ausencia de respuesta, se acerca al enfermo, lo cura y lo despide. Y vuelve a preguntar: «¿Quién de vosotros, si se le cae al pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida un día de sábado?» (Lc 14,3-5). Con estos interrogantes, el Señor muestra que el modo en que las autoridades entendían la ley no podía venir de Dios, pues ignoraba el bien de las personas. En cambio, el atractivo del mensaje de Cristo reside en que él es el primer interesado en hacernos felices. «Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. (...) A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones»[1].
JESÚS no rechaza la ley. De hecho, cuando el joven rico le pregunta qué hace falta para heredar la vida eterna, él se remite a los mandamientos (cfr. Mc 10,18). En el cumplimiento de esos preceptos tenemos la base para construir nuestra propia felicidad. Aspirar a tener una vida sin ningún tipo de obligaciones, además de ser bastante irreal, no garantizaría una existencia feliz: nuestras acciones carecerían de un motivo más grande que diese sentido a nuestra vida. Además, un planteamiento así acabaría creando una serie de ataduras que uno mismo no ha escogido: «Con frecuencia –recuerda el prelado del Opus Dei– se pretende una ilusoria libertad sin límites, como meta última del progreso, mientras no pocas veces hay que lamentar también muchas formas de opresión y de aparentes libertades, que en realidad son cadenas que esclavizan»[2].
El comportamiento de los fariseos de esta escena, sin embargo, muestra una vida que se ha reducido a cumplir normas. Ellos no ponían su felicidad en Dios, sino en la seguridad y en la satisfacción que sentían al realizar sus preceptos, independientemente de su sentido. Además, veían la salvación como una recompensa por sus buenas obras, y no tanto como un don de Dios. Jesús, por el contrario, invita a descubrir el verdadero significado de la ley divina. De este modo, el cumplimiento de los mandamientos no se percibe como algo arbitrario, ajeno a uno mismo, sino como una respuesta al amor de Dios que se encuentra en el origen de nuestra existencia. «¿Qué verdad es esta –se preguntaba san Josemaría–, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de un gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres»[3]. Los mandamientos, como las obligaciones que rodean nuestro día a día, nos marcan un camino hacia la felicidad en la tierra y en el cielo cuando los cumplimos por amor a Dios y a los demás.
ENTRE aquellos preceptos cuyo sentido original se había oscurecido se encontraba el del sábado. Se trataba de un mandamiento que recordaba el descanso de Dios cuando creó el mundo: «Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20,11). También hacía referencia a la memoria de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: «Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt 5,15). En definitiva, Dios había confiado el sábado a Israel para que lo guardara como signo de la alianza. Por eso era un día «santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel»[4]. Para los cristianos, ese día pasó a ser el domingo, que fue cuando tuvo lugar la resurrección de Jesús. Este acontecimiento supuso la realización plena del sábado judío, pues «significa la nueva creación»[5] que nos liberó de la esclavitud del pecado.
Tanto el sábado judío como el domingo cristiano hacen referencia a momentos concretos del pasado que tienen tanta trascendencia que merecen ser revividos todas las semanas. De este modo, se recuerda el propio origen, la fuente de vida que da sentido a todo y que nos une a los demás. «La memoria es lo que hace que un pueblo sea fuerte, porque se siente enraizado en un camino, enraizado en una historia, enraizado en un pueblo. La memoria nos hace entender que no estamos solos, somos un pueblo: un pueblo que tiene historia, que tiene pasado, que tiene vida»[6]. En este sentido, «la participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo»[7]. La Virgen María nos podrá ayudar a vivir el domingo con el deseo de recordar la nueva vida que su Hijo nos ha dado y que nos une a nuestros hermanos en la fe.
[1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 265.
[2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 1.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 26.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2171.
[5] Ibíd., n. 2174.
[6] Francisco, Homilía, 2-XI-2018.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2182.