Meditaciones: sábado de la 8.ª del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el 8.º sábado del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la autoridad de Jesús; una confianza que supera los miedos; romper las máscaras.

- La autoridad de Jesús 

- Una confianza que supera los miedos 

- Romper las máscaras


MIENTRAS Jesús paseaba por el Templo, se le acercaron algunas autoridades judías y le preguntaron: «¿Con qué potestad haces estas cosas? ¿O quién te ha dado tal potestad para hacerlas?» (Mc 11,28). En efecto, muchos le han visto expulsar demonios, multiplicar panes y resucitar a muertos solo con su palabra. Y no solo eso: también se han dado cuenta de que sus enseñanzas logran congregar multitudes y sintonizar con la gente. Por eso desean conocer con qué potestad realiza semejantes prodigios.

La autoridad de Jesús no es principalmente humana, sino divina: es su Padre Dios quien le ha ungido. Por eso rechaza en todo momento cualquier intento de proclamarlo como rey terrenal, aunque todo le pertenezca. No persigue el éxito o la alabanza cuando obra milagros y enseña: solamente se mueve por el deseo de compartir la amistad divina con cada persona, buscando cumplir así la voluntad de su Padre. Y esta es, de algún modo, la clave de su autoridad.

El estilo del Señor contrasta con el de los escribas y doctores de la Ley. Ellos enseñaban desde la cátedra, pero en muchos casos no se interesaban por la gente. Imponían deberes insoportables, pero no los asumían. «En cambio, la enseñanza de Jesús provoca asombro, movimiento del corazón, porque lo que da autoridad es precisamente la cercanía, y Jesús se acercaba a la gente, y por eso comprendía sus problemas, dolores y pecados»[1]. Los fariseos habían perdido autoridad porque se habían alejado de Dios y de los demás. Podemos pedir al Señor que sepamos cultivar esa doble cercanía con él y con la gente, para que también Dios nos pueda ungir con su autoridad, que se manifiesta en la capacidad de compartir lo más valioso, que es la amistad divina.


LA AUTORIDAD de Jesús no sigue una lógica humana de poder. No se impone, no se hace respetar a través de demostraciones de fuerza, sino que conquista por la delicadeza de su amor. Especialmente para los más cercanos como los apóstoles, el Señor no era solo alguien que realizaba milagros sorprendentes y pronunciaba grandes discursos: era un Maestro que les quería con todo el corazón. Ellos eran testigos del afecto que les manifestaba día a día en forma de pequeños detalles, del tiempo que les dedicaba y, cuando era necesario, de correcciones hechas con cariño. No en vano les diría antes de subir al cielo: «A vosotros os llamo amigos» (Jn 15,15).

Fue esa confianza, confirmada por el envío del Espíritu Santo en Pentecostés, la que hizo de aquellos hombres columnas de la Iglesia. Jesús entabló con ellos una relación que fue creciendo hasta abrirles de par en par su corazón. Evidentemente, conocería las limitaciones y defectos de cada uno, pero la confianza que depositó en ellos les hizo descubrir sus potencialidades, quizá latentes por sus inseguridades o por miedo al fracaso. Saber que Cristo les había elegido, que les conocía mejor que nadie y que a pesar de todo deseaba confiar en ellos les impulsó a ir adelante en su aventura por todo el mundo, para predicar el Evangelio de Jesús.

«Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»[2], comenta el prelado del Opus Dei. Cuando hay un clima de confianza, no hay miedo a que alguien vea nuestras debilidades y luchas o conozca nuestras ilusiones y proyectos: quien nos quiere nos ayudará a evitar que nuestros límites se conviertan en barreras. Para construir esa relación, es necesario no quedarse solos, dentro de los límites de nuestra existencia, sino comprender que vale la pena ir al encuentro de quien puede ayudarnos con su amistad. La confianza llama a la confianza, e incluso el riesgo de ser heridos por otra persona no es comparable con la ganancia que supone aprender a querer y a dejarse querer, pues Dios nos asegura su presencia a través de la amistad cristiana.


JESÚS dio el primer paso para ganarse el corazón de los apóstoles. Y ellos respondieron abriéndolo de par en par, compartiendo con él todo lo que tenían dentro. Esta relación del Señor con sus discípulos inspiró a san Josemaría a escribir aquel punto de Camino: «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”»[3].

A medida que tratamos a una persona nos vamos mostrando tal como somos. Aunque en un primer momento quizá nos refugiamos en unas máscaras, tenderán a desaparecer si la amistad es auténtica y se construye con confianza desde la verdad de cada uno. Algo similar ocurre con Jesús. Él nos ofrece una amistad única y sincera, y a la vez cuenta con nuestra propia libertad para que le dejemos entrar en lo más íntimo y valioso de nuestra alma. Así, poco a poco, con la oración y el trato con él, podemos mostrarle cada ámbito de nuestra vida, tanto aquellos que dan razón de nuestros deseos más nobles como aquellos más complejos y oscuros, que a veces amenazan con derrumbar nuestra esperanza. Jesús siempre responde a nuestra confianza iluminando esa realidad con una mirada llena de optimismo que nos lleva a dar lo mejor de nosotros mismos.

Las madres son expertas en conocer a sus hijos con una admirable certeza y profundidad. Da la impresión de que para ellas no hay máscaras que disimulen el modo de ser o el estado de ánimo de sus hijos. Con su sabiduría, transforman su mirada en palabras que alientan, que ofrecen un camino, que devuelven la confianza con suavidad y ternura. María, nuestra Madre del cielo, sabe cuáles son nuestros miedos y nuestras ilusiones. Ella, como hizo en Caná, nos muestra el camino hacia su Hijo para que le abramos de par en par nuestro corazón.


[1] Francisco, Homilía, 9-I-2018.

[2] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 5.

[3] San Josemaría, Camino, n. 91.