30 de noviembre – Primer día de la Novena a la Inmaculada

Reflexiones para meditar durante la novena de preparación a la festividad de la Inmaculada Concepción. Los temas propuestos son: María, la bienaventurada; La perplejidad de los oyentes; La grandeza de la Virgen.


JESÚS se retira a un lugar apartado para estar a solas con sus discípulos. Rodeados de pequeñas colinas y de planicies, contemplan el mar de Galilea. Han recorrido pueblos y aldeas. Allí donde iban, proclamaban el Reino de Dios y curaban a los enfermos. Agotados, ahora necesitan descansar. Pero la gente busca al Maestro. Le siguen multitudes venidas de todas las partes de Israel. Y Jesús, mirando a los apóstoles y a toda aquella multitud, empieza un discurso que dejó una honda impresión entre los oyentes: las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26).

Estas palabras pronunciadas en el monte constituyen como un espejo de la vida de Jesús; una vida que se desarrolló siempre junto a María. En ella el Señor vio muchas de aquellas actitudes que ahora propone como camino de felicidad: la pobreza, la mansedumbre, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz… María es, como le llamó su prima Isabel, la «bienaventurada» (Lc 1,45); es decir, aquella que se atrevió a abrazar lo que muchas veces el mundo rechaza, pero que Dios mira con predilección.

María es bienaventurada porque se sabe bendecida por Dios aún en la escasez, en la tribulación, en la incomprensión… Ella pone siempre su confianza en el Señor. «El secreto de su éxito reside precisamente en reconocerse pequeña, en reconocerse necesitada. Con Dios, solo quien se reconoce como nada es capaz de recibirlo todo. Solo quien se vacía es llenado por él»[1]. En estos días de la novena por la Inmaculada Concepción de María, podemos recorrer las Bienaventuranzas acompañados por la Virgen, pues de algún modo las situaciones que describe Jesús en su discurso forman parte de nuestras jornadas. Podemos acudir a ella para aprender a situar el origen de nuestra confianza en Dios, para que cada día sea él quien llene de felicidad nuestra alma.


CUANDO LOS DISCÍPULOS y aquellas gentes escucharon por primera vez el discurso de las bienaventuranzas se debieron de quedar asombrados. Estaban acostumbrados, al contrario, a entender la prosperidad humana como signo del amor de Dios. De ahí su perplejidad cuando oyen que quien sufre la pobreza o la injusticia debe ser considerado bienaventurado. Los esquemas con los que juzgaban lo que sucedía en sus propias vidas son puestos en duda. Pero ellos no son los únicos que se sorprenden al oír estas palabras. También hoy podemos tener la tentación de pensar que son las realidades materiales o seguridades puramente humanas las que nos ofrecen la felicidad: el éxito económico y profesional, la ausencia de problemas, los placeres y comodidades… Este planteamiento lleva, al mismo tiempo, a mirar con rechazo los sufrimientos que encontramos en la vida: el dolor, la incomprensión, la enfermedad o la incertidumbre.

Ciertamente, lo que Jesús nos propone no es que acumulemos todo el sufrimiento posible en esta tierra, para después gozar en el paraíso. San Josemaría solía decir que «la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[2]. Por lo que vemos en la vida y enseñanzas de Jesús, él desea más bien que no busquemos la felicidad en lo efímero o momentáneo, o en lo que creemos poder construir con nuestras propias manos, sino que nos preparemos para hallarla en lo único capaz de colmar la sed de infinito que hay en nosotros: él mismo. Jesús nos invita a fomentar la convicción de que es mucho más valioso permanecer junto a Dios, fuente de la vida que se renueva, más que experimentar pequeñas alegrías fugaces. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Detrás de los grandes interrogantes, Dios quiere abrirnos un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos. Es necesario confiar en él y dar un paso hacia su encuentro, y quitarnos el miedo de pensar que, si lo hacemos, perderemos muchas cosas buenas de la vida. La capacidad que tiene de sorprendernos es mucho mayor que cualquiera de nuestras expectativas»[3].


MARÍA SABÍA que solo en Dios podemos hallar la verdadera felicidad. Y a él podemos encontrarle, precisamente, en las personas que tenemos a nuestro alrededor. Al final, esto es lo que han procurado vivir los santos: «Buscar el rostro de Dios en todo, todo el mundo, todo el tiempo, y su mano en cada acontecimiento. Esto es lo que significa ser contemplativo en el corazón del mundo. Ver y adorar a la presencia de Jesús, especialmente en el aspecto humilde de pan, y en el penoso disfraz de los pobres»[4].

Esta actitud de estar al mismo tiempo en la presencia de Dios y a la vez en salida, buscando cómo ayudar a quienes nos rodean, es la que mueve a María a visitar a Isabel. Después de haber recibido el anuncio del ángel y haber respondido que sí, la que será la madre de Jesús en pocos meses se levanta para ir al encuentro de su prima. El trayecto es largo, y aún así no se detiene ante las dificultades. La mayor atención que puede dispensarle es la de llevar al mismo Dios hasta su hogar. Y ante el saludo de Isabel, María responde con el Magníficat: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad su esclava; por eso me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,46-48).

María, al anuncio del ángel, se reconocía como «esclava». Ahora, sin embargo, sabe también que es motivo de bienaventuranza porque Dios se ha fijado en su humildad. Por eso, como si fuera un preludio de las Bienaventuranzas, canta al Señor, que no mira la riqueza y el poder sino la pobreza y la humildad. Toda la vida de santa María consistió en dejar espacio a Dios y encontrarlo en los demás. «Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra»[5].


[1] Francisco, Ángelus, 15-VIII-2021.

[2] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[3] Mons. Fernando Ocáriz, “Dejarse sorprender por un Padre bueno”, 25-I-2019.

[4] Santa Teresa de Calcuta, En el corazón del mundo: pensamientos, historias y oraciones, Ed. José J. de Olañeta, 2016.

[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 144.