– Adentrarnos en el mar de la historia.
– Jesús nos envía a echar las redes.
– La Pascua nos invita a confiar en el Señor.
DESPUÉS de una noche de pesca estéril, los discípulos vuelven a la orilla cansados y decepcionados, con las redes vacías. En ese momento, ven en la playa al Señor resucitado, pero no lo reconocen inmediatamente. Como había sucedido tres años antes, en el inicio de su vocación, Jesús les invita otra vez a echar las redes. Durante este encuentro pascual, al final del camino terrenal con sus discípulos, Jesús renueva la invitación que Pedro había también escuchado en el mismo lago: «Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» (Lc 5,4).
La imagen de la barca y de las redes evoca la misión de la Iglesia. Como le sucedió a Pedro y al resto de sus compañeros, también nosotros estamos en la barca de la Iglesia para extender la luz de Cristo. Es una invitación constante para adentrarnos en el mar de la historia, y echar las redes con generosidad y valentía. «Todos los mares son nuestros –decía san Josemaría–. Donde la pesca es más difícil, es también más necesaria»[1]. Para superar las dudas e incertidumbres que podamos atravesar en este mar, necesitamos reconocer a Jesús, que es quien nos espera en la orilla. Así seremos conscientes de que el gran bien que podemos ofrecer a los demás es precisamente el encuentro con el Señor. «Nada puede producir mayor satisfacción que el llevar tantas almas a la luz y al calor de Cristo»[2].
Los peces, creados para vivir en el agua, mueren al sacarlos del mar. Sin embargo, en la misión del pescador de hombres ocurre justo lo contrario. La red de Cristo nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva a la vida verdadera. «Hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlos a la tierra de la vida, a la luz de Dios (...). Únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida»[3].
LOS APÓSTOLES acercaron los peces y los pusieron a los pies del Señor. En este gesto se atisba el contenido más profundo de una verdadera evangelización. Aunque haya medios y actividades que canalizan los deseos apostólicos, el objetivo final es siempre conducir a las almas al encuentro personal con Jesús. Él es el origen, el protagonista y el fin de toda la iniciativa apostólica de la Iglesia. Todo lo demás, aunque pueda ser también importante, es secundario, porque solo el encuentro con Cristo nos salva. Como nos refiere el libro de los Hechos de los apóstoles, así actuaron los apóstoles después de Pentecostés. Precisamente porque se saben testigos de la vida, muerte y resurrección del Señor, llenan Jerusalén con el nombre de Jesús (cfr. Hch 5,27-32).
«Nos ilusiona que en esta gran catequesis que es la Obra, todo gire cada vez más en torno a Cristo –señalaba el prelado del Opus Dei–. Con ese deseo de meteros a fondo en el Evangelio, al dar charlas, clases, meditaciones, o al hablar de la vida cristiana con los amigos, transmitiréis con más luminosidad la gran noticia del amor de Dios por cada uno. Decía san Ambrosio: “Recoge el agua de Cristo (...). Llena de esta agua tu interior, para que tu tierra quede bien humedecida (...); y una vez lleno, regarás a los demás”»[4].
Vemos que cuando el trabajo de los apóstoles tiene como origen la palabra de Jesús, la pesca es abundante. La red se llenó tanto que no tenían fuerzas para sacarla. Llenos de asombro, los discípulos contaron el número de peces: había 153 peces grandes y «a pesar de ser tantos no se rompió la red» (Jn 21,11). Este pequeño grupo de discípulos experimenta, en el plazo de pocas horas, tanto la fatiga de una noche sin fruto, como la alegría de una pesca memorable. Sin embargo, las palabras de Cristo no prometen peces, sino que nos invitan a compartir las redes con él. Solo Dios sabe cuándo las llena o cuándo nos acompaña en una noche aparentemente menos fecunda.
EL APÓSTOL JUAN, que es quien nos relata el episodio, es el primero en darse cuenta de que el desconocido de la orilla es el Maestro. «El amor es el primero que capta esas delicadezas»[5], comentaba san Josemaría. Iluminado por un amor que en la cruz se ha hecho más agudo y profundo, al ver la red llena de peces, le dice a Pedro: «Es el Señor» (Jn 21,7). Es una profesión de fe espontánea, paralela a la que protagonizó Tomás en el Cenáculo cuando, dejando atrás su inicial incredulidad, exclamó: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Encontramos en estos textos pascuales una invitación a proclamar, con el entusiasmo del «discípulo a quien amaba Jesús» (Jn 21,7), y con la humildad de Tomás, que Jesús resucitado es el Señor de nuestra vida. Llenos de esta esperanza, a pesar de nuestras cegueras, de los fracasos y de los problemas con los que nos tropezamos, no perderemos el optimismo. Aunque la noche sea espesa y el trabajo cansado, sabemos que el Señor nos espera y nos mira desde la orilla. «Con Jesús se navega por el mar de la vida sin miedo, sin ceder a la decepción cuando no se pesca nada, y sin ceder al “no hay nada más que hacer”. Siempre, tanto en la vida personal como en la vida de la Iglesia y de la sociedad, se puede hacer algo que sea hermoso y valiente»[6].
Podemos pedir al Señor durante esta Pascua que aumente nuestra confianza en su poder, y que nos aumente la humildad para dejarle cada vez más espacio en nuestra vida. María, Reina de los apóstoles, reavivará la confianza y el impulso que necesitamos para anunciar la alegría del Evangelio en todos los ambientes.
[1] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, VIII-1962.
[2] San Josemaría, Notas de una meditación, 16-IV-1954.
[3] Benedicto XVI, Homilía 24-IV-2005.
[4] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 5-IV-2017.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 266.
[6] Francisco, Ángelus, 6-II-2022.