Meditaciones: sábado de la 13.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el sábado de la decimotercera semana de tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el alegre banquete entre Dios y su pueblo; un ayuno que pasa oculto; el vino nuevo de Jesús.

JESÚS NO ERA un maestro convencional. Llamaba la atención de sus contemporáneos por la libertad con que actuaba y por la autoridad con que enseñaba. Los maestros de Israel de la época, por su parte, eran meticulosos con los preceptos que vivía el pueblo de Israel, hasta el punto de enseñar una casuística que no siempre distinguía lo esencial de lo accidental. Aquello algunas veces se convertía en una compleja guía externa que había que aprender y seguir. Pero las enseñanzas de Jesús tienen un tono distinto: también continuador de la tradición recibida por el pueblo de Israel, sus acciones no se limitaban solamente a cumplir preceptos externos, ni lo enseñaba así a sus discípulos, sino que buscaba suscitar la conversión desde el interior de la persona.

Esto provocó, por ejemplo, que varios se sorprendieran al notar que ni él ni sus discípulos ayunaban en ciertas ocasiones. Cristo responde a sus interlocutores con una imagen de la época: «¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?» (Lc 9,15). En las bodas de entonces, los íntimos del esposo tenían la tarea de fomentar el tono de alegría de la fiesta. Incluso la ley dispensaba a los amigos del esposo de diversas obligaciones legales, si estas no favorecían el ambiente alegre de la fiesta de bodas. Con esta comparación, Jesús alude a su persona como al esposo, y a sus discípulos como a los amigos del esposo. Él ha traído la alegría de la salvación al mundo.

Dios quiere nuestra felicidad, y no nos manda nada que nos desvíe de aquella meta. Es verdad que, precisamente porque se trata de un objetivo ambicioso, muchas veces costará esfuerzos; otras veces no comprenderemos sus caminos, que pueden también contar con el sufrimiento. Pero los preceptos de Dios nos guían hacia una vida libre y feliz. «Un filósofo decía: “No comprendo cómo se puede creer hoy, porque aquellos que dicen que creen tienen cara de funeral. No dan testimonio de la alegría de la resurrección de Jesucristo”. Es verdad que hay muchos cristianos con cara de tristeza… ¡Pero Cristo ha resucitado! ¡Cristo te ama! ¿Y tú no tienes alegría? Pensemos un poco en esto y preguntémonos: ¿Yo estoy alegre porque el Señor está cerca de mí, porque el Señor me ama, porque el Señor me ha redimido?»1.


ESTA IMAGEN nupcial es también, en boca de Jesús, ocasión para un anuncio profético de su muerte: «Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán» (Lc 9,15). El esposo arrebatado en la cruz, que llenará de luto los corazones de sus discípulos, es la expresión más cumplida de cualquier ayuno. Tanto en el ayuno como en la cruz, hay luto y privación; pero ambos están impregnados por la alegría de cumplir la voluntad de Dios y por la esperanza de una vida nueva. Por eso el ayuno no es solamente privación, no termina en sí mismo, sino que está orientado a alimentarse de la voluntad del Padre. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34), dijo también Jesús. Esta privación, este movimiento inicial de renuncia a uno mismo, impide que el corazón se quede pegado a las comodidades personales y nos ayuda a tener despierta la sensibilidad espiritual; así podremos descubrir y gozar de los bienes de Dios.

En otro momento, Jesús invita a la gente a dar limosna, a rezar y a ayunar sin que lo sepan las demás personas, sino solamente de cara al Padre del cielo. Esto también sorprendía a algunos de los oyentes de la época, pues en muchos casos realizaban precisamente esas buenas obras para ganarse la consideración de los demás. Pero Jesús nos recuerda que el valor de las acciones no depende de cómo son vistas por ojos ajenos. En muchas ocasiones, Dios será el único que aprecia una oración, un sacrificio o un gesto de generosidad. Y esto será suficiente. «Tu sonrisa –escribe san Josemaría– puede ser a veces, para ti, la mejor mortificación y aun la mejor penitencia: ese alter alterius onera portate (Gál 6,2), aquel llevar las cargas de los demás, procurando que tu ayuda pase inadvertida, sin que te alaben, sin que nadie la vea, y así no pierda el mérito delante de Dios»2. De este modo, pasando oculto, como la sal, el cristiano condimenta todos los ambientes, logrando que «todo sea sobrenaturalmente amable y sabroso»3.


«TAMPOCO se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan» (Mt 9,17). El odre era una bolsa de cuero. Una vez curtida la bolsa, se aplicaba una costura alrededor del cuero dejando solamente un orificio en la parte del cuello, por donde era vertido el líquido para su preservación. El vino nuevo se vertía en el odre y se dejaba reposar. Conforme el vino iba fermentando, la bolsa de cuero se estiraba debido a la emisión de gas. Pero si el odre era viejo, se ponía duro y perdía elasticidad. Así que si se vertía vino nuevo en un odre endurecido, al fermentar el vino podía reventar el odre, perdiéndose tanto el odre como el vino.

Jesús trae siempre el vino nuevo. Ese vino nuevo es el Espíritu Santo, es la buena noticia de la redención. Y la señal más clara de la presencia del Espíritu Santo en la persona es la alegría. No es casual que Jesús haya querido comenzar su vida pública convirtiendo el agua en un vino exquisito, en el contexto de un banquete de bodas. Cristo ha venido a llenarnos de una vida que alegra el corazón, como el vino alegra un banquete. Pero ese vino nuevo necesita verterse en los odres nuevos que son nuestros corazones. Por eso Jesús prepara los corazones de sus discípulos para que puedan contener la fuerza y la novedad de su vida divina.

Las enseñanzas de ciertos escribas y fariseos de Israel, con sus casuísticas y su vigilancia meramente externa, hacen las veces de odres viejos. La vida nueva del cristiano tiene un principio interior que va más allá. Para llenarse del vino nuevo, el corazón ha de aprender a escuchar y ser dócil al Espíritu Santo, que es fuente de continua renovación. Por eso, podemos pedir a la Virgen que nos dé un corazón como el suyo, capaz de abrirse al vino nuevo que es la vida de Dios en nosotros.


Francisco, Ángelus, 13-XII-2020.
San Josemaría, A solas con Dios, n. 122.
Ibíd.