Meditaciones: Miércoles de Pascua

Reflexión para meditar el miércoles de la octava de Pascua. Los temas propuestos son: los discípulos de Emaús salen de Jerusalén; Jesús nos acompaña siempre en nuestro camino; reconocer a Dios en el Pan y en la Palabra.

- Los discípulos de Emaús salen de Jerusalén.

- Jesús nos acompaña siempre en nuestro camino.

- Reconocer a Dios en el Pan y en la Palabra.


DOS DISCÍPULOS, desanimados y pensativos, vuelven a su casa al atardecer del domingo. La tristeza se refleja en su caminar cansino. Han salido, a media tarde, hacia la aldea de Emaús. En sus corazones queda la amargura de unos sueños rotos. Habían confiado sus vidas al Señor con entusiasmo, sin embargo, después de los acontecimientos de aquellos días, su esperanza había desaparecido. «Esa cruz izada en el Calvario era el signo más elocuente de una derrota que no habían pronosticado»[1]. Habían creído en sus palabras, le habían seguido por los caminos de Galilea y de Judea, pero ahora piensan que todo ha terminado.

Esa mañana habían recibido la noticia de que la tumba de Jesús estaba vacía. Nadie conocía el paradero de su cuerpo. Algunas mujeres dijeron que estaba vivo, pero ellos decidieron cerrar los oídos a ese testimonio. En lugar de animarse uno a otro para mantener viva la esperanza, se han contagiado mutuamente el desaliento. Han decidido irse de Jerusalén para olvidar y rehacer sus vidas, esta vez sin la ilusión del Mesías y lejos de los demás discípulos. Pero esta no ha sido una buena idea; la solución a la amargura difícilmente pasa por aislarse de los demás porque en el camino de la fe necesitamos unos de otros. Cuando el horizonte está oscuro y no encontramos soluciones adecuadas, la esperanza de los que tenemos cerca nos puede ofrecer consuelo. «Si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe –no en nombre propio, sino en nombre de Cristo–, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar»[2].

El Señor sabe lo que sucede en lo más profundo de aquellos corazones. No dejará de intentar llamar a su puerta, como lo hace con cada uno de nosotros. Cristo resucitado está a la espera del mejor momento para caminar a su lado y para hacerles saber que no les abandonará nunca más.


UN VIAJERO misterioso «se acercó y se puso a caminar con ellos» (Lc 24,13-35). Como sucede en otras ocasiones, los discípulos no descubrieron inicialmente al Resucitado, porque «sus ojos eran incapaces de reconocerle». Habían estado muchas veces con Jesús, quizás incluso habían sido del grupo de los setenta y dos, protagonistas de milagros y sucesos extraordinarios. Pero ahora notaban su ausencia y solo veían en el viajero a un anónimo desconocido. En realidad, Jesús no había dejado nunca de estar junto a ellos. «Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde –comenta san Josemaría–. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[3].

De alguna manera, «el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre»[4]. Y en ese camino, Jesús es nuestro compañero de viaje. Ciertamente, en cada uno de nosotros hay un poco de estos dos discípulos, porque somos frágiles y a veces, cuando aparecen las dificultades, nos deslizamos hacia un cierto desaliento. Necesitamos avivar, entonces, la certeza de que Jesús «siempre está junto a nosotros para darnos esperanza, para encender nuestro corazón y decir: Ve adelante, yo estoy contigo»[5]. Jesús camina con nosotros «en los momentos más dolorosos, también en los momentos más feos, también en los momentos de la derrota: ahí está el Señor. Y esta es nuestra esperanza: vayamos adelante con esta esperanza, porque Él está junto a nosotros»[6].

La presencia de Dios es, sobre todo, saber que siempre somos mirados amorosamente por él. No es tanto un esfuerzo personal por hacer o decir cosas, que tampoco faltará; pero la presencia de Dios es, más bien, esa seguridad de que el Señor contempla nuestra vida como lo haría un padre o una madre si pudieran vivir, cada segundo, mirando a su querido hijo: viéndole crecer, alentándole, disfrutando de su personalidad y de su manera de comportarse con los demás.


CLEOFÁS y su compañero conversaban de lo que habían vivido en estos últimos días, los más dolorosos de sus vidas. Con delicadeza, el viajero inicia la conversación: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?» (Lc 24,17). Les dejó hablar de su pérdida y de su enorme frustración. Cuando se han desahogado, el Señor «les interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería» (Lc 24,27). Las palabras del Dios hecho hombre hicieron «arder» de esperanza sus corazones. Los sacó del abatimiento y de la oscuridad.

«Quédate con nosotros, Señor», le dijeron, cuando Jesús «hizo ademán de seguir adelante». Ambos, sin saber aún con quién estaban, no quieren perder su compañía y le suplican que no se vaya. Jesús se quedó, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Así solía hacerlo con sus discípulos y así lo había hecho también en la última cena. En ese momento se abrieron del todo sus ojos y lo reconocieron «en la fracción del pan». Quizás descubrieron por primera vez las heridas de sus manos, cubiertas por el manto. Entonces, Jesús desapareció de su vista, «dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia»[7].

De alguna manera, vemos, detrás de esta escena, la imagen de una peculiar Eucaristía. En cada Misa, Jesús se hace presente para alimentarnos con los mismos alimentos que saciaron el hambre de los discípulos de Emaús: su Palabra y su Pan. «También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan»[8]. De esta manera nuestra fe «no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía»[9], que nos rejuvenece día tras día en la fe, en la esperanza y en el amor. «Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[10].

Le pedimos a María que, viviendo con el oído atento mientras el Señor nos habla por el camino, sepamos reconocer a su Hijo en el acontecer de todos los días y en la Eucaristía.


[1] Francisco, Audiencia general, 24-V-2017.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 316.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.

[4] Benedicto XVI, Regina coeli, 6-IV-2008.

[5] Francisco, Audiencia general, 24-V-2017.

[6] Ibíd.

[7] Benedicto XVI, Regina coeli, 6-IV-2008.

[8] Ibíd.

[9] Ibíd.

[10] San Josemaría,Amigos de Dios, n. 314.