- Preparados para la venida del Señor.
- El presente, tiempo de Dios.
«VELAD, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 24,42). Estas palabras de Jesús parecen generar suspense y tensión. ¿Quiere el Señor meternos ansiedad ante su segunda venida? Cristo insiste de manera gráfica: «Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa» (Mt 24,43). ¿Busca Jesucristo provocar nerviosismo entre sus oyentes?
Es una experiencia común estar contento cuando se acerca algo que nos procura cierta felicidad: un plan familiar, un evento importante, un rato de descanso… Aunque todavía no haya tenido lugar, la expectativa de que ese momento llegará nos alegra el presente. Esta es una de las dimensiones de la esperanza cristiana: vivir con la ilusión de que Cristo vendrá y que viviremos con él para siempre, aunque esa venida aún no se haya realizado. Este anhelo nos impulsa hacia adelante, nos anima a estar preparados y da un sentido de eternidad a lo que tenemos entre manos.
Con esta enseñanza sobre la vigilancia, el Señor quiere fortalecer nuestra confianza en que él vendrá. Nos invita a estar atentos contra algunos ladrones: el pecado y la tibieza. El primero nos roba la ilusión, y el segundo la adormece, haciéndonos pensar que la espera se retrasará y que podemos relajar nuestra lucha. San Josemaría resalta la alegría del combate cristiano por ese fin que anhelamos alcanzar: «En algunos momentos te agobia un principio de desánimo, que mata toda tu ilusión, y que apenas alcanzas a vencer a fuerza de actos de esperanza. –No importa: es la hora buena para pedir más gracia a Dios, y ¡adelante! Renueva la alegría de luchar, aunque pierdas una escaramuza»[1]. Jesús no desea que vivamos tensionados, sino preparados para su venida, e incluso ilusionados con ella. Se trata de hacer crecer nuestra esperanza, esa esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5,5), que nos permite combatir con alegría.
LA MEJOR espera no es la que se preocupa del futuro con agobio, o la que se siente culpable por lo que ha dejado sin hacer, sino la que vive el presente con ilusión. Es normal que en ocasiones experimentemos miedo por el futuro o pena debido al pasado. Con todo, el Señor nos anima a concentrarnos en el hoy. «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelve encuentre obrando así» (Mt 24,45-46). El Señor ilustra la mejor manera de esperarle: siendo fieles trabajadores en la realidad más inmediata y presente que tenemos delante, que es donde él nos ha puesto y la materia de nuestra santidad. Así lo resumía san Josemaría: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»[2].
El siervo fiel se despreocupa en cierto sentido de sus resultados o de lo que los demás piensen de él. Su principal ocupación es trabajar bien y con amor, motivado por un afán de cuidar al Señor con su trabajo. Con esta actitud el siervo fiel busca cuidar los pequeños detalles, servir el alimento a la hora debida, estar disponible... En buena medida, le es suficiente el presente: no necesita más. De ahí que procure actualizar su fidelidad en cada instante. Si ha tenido errores en el pasado, ha procurado aprender de ellos y no darles demasiadas vueltas. Las incertidumbres futuras no le pesan hasta el punto de paralizarle, porque cuando lleguen ya las acometerá con la ayuda de Dios. Ha descubierto el secreto para ser feliz, que es el mejor modo de preparar la venida del Señor: estar en lo que hace.
«Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»[3]. En cierto modo, esto es lo que le pedimos a Dios cada vez que rezamos el padrenuestro. No le recriminamos si tuvimos pan en el pasado, o no le agobiamos suplicando reservas de pan: sencillamente le pedimos el pan de cada día, el necesario para hoy. Queremos recibir cada día lo que el Señor nos envía, aceptando el pan del “ahora”, acometiendo lo que debemos hacer, acogiendo a las personas que él nos envía. El presente es el tiempo de Dios, y si lo vivimos como tal, el Señor nos premiará como al siervo fiel: «En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda» (Mt 24,47).
CUANDO uno espera algo con ganas, puede ocurrir que se acabe desilusionando porque no sabe si al final llegará. Lo que preparábamos con interés el primer día, más tarde ya no lo vemos tan importante o necesario. Se va apagando así el deseo inicial, y se van descuidando detalles, gestos, costumbres. En este sentido, la esperanza cristiana por llegar al cielo y encontrarse con el Señor puede convertirse, al no tener claro el día ni la hora, en una realidad tan lejana que quizá se va desvaneciendo. Es lo que muestra Jesús en el Evangelio: «Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: “mi amo tarda”, y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas» (Mt 24,48-51).
En esta espera, Dios nos ha dado un gran aliado para no rebajar nuestros propósitos iniciales: el espíritu de examen. Al final de cada jornada, o en los ratos de oración, podemos alimentar nuestro diálogo con el Señor preguntándonos: «¿Qué ha sucedido en mi corazón en este día? “Han pasado muchas cosas…”. ¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Qué huellas dejaron en el corazón? Hacer el examen de conciencia, es decir, la buena costumbre de releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón. Porque solo el Señor puede darnos confirmación de lo que valemos»[4].
En el examen de conciencia podemos hablar con Dios sobre nuestras alegrías, tristezas, ilusiones, inquietudes… De este modo, confrontamos con él si todos esos sentimientos son coherentes con nuestra identidad, con los ideales que queremos que guíen nuestra vida. «Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante…, en una palabra, si te falta Amor. Si es así, no puede extrañarte tu ineficacia. ¡Reacciona enseguida, de la mano de Santa María!»[5].
[1] Surco n. 77.
[2] Camino, n. 815.
[3] Camino, n. 253.
[4] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.
[5] Forja, n. 930.