El servicio de los pastores

En el fragmento del sermón que recogemos, san Agustín explica a los fieles la misión ministerial de los obispos, ordenados para servir al pueblo cristiano.

San Agustín, Sermo 340 A, 1-9.

El que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues, según leemos en el Evangelio, “surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor”[1]. Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los apóstoles: “quien no se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos”[2]. En la persona del niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: “no os hagáis como niños en la forma de pensar”. Y añadió: “pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el juicio”[3](...). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño, les dijo: “quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor”[4](...).

Somos vuestros siervos; siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros

Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos; siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: “nosotros, en cambio, somos siervos vuestros por Jesús”[5]. Somos siervos vuestros por El, que nos hace también libres; dice a los que creen en El: “si el hijo os libera, seréis verdaderamente libres”[6]. ¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por aquel que, si El no me libera, permaneceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus apóstoles: “quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor”[7]; para que la soberbia humana no se sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había exhortado (...).

¿Qué significan, pues, sus palabras: “igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir?”[8]. Escucha lo que sigue: “no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”[9]. He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido en miembros suyos: El es la cabeza, nosotros el cuerpo (...).

Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera— malos; si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (...).

Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar, siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme El a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección, no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertírselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.

Ahora os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. “En la gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro”[10]. Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad a aquel de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. El mismo es el pan: “Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo”[11]. Así, pues, os servimos a Cristo en su lugar; os servimos a El, pero bajo sus órdenes; para que El llegue hasta vosotros, sea El mismo el juez de nuestro servicio.


[1] Luc. XXII, 24.

[2] Matth. XVIII, 3.

[3] I Cor. XIV, 20.

[4] Matth. XX, 26.

[5] II Cor. IV, 5.

[6] Ioann. VIII, 36.

[7] Matth. XX, 26.

[8] Matth. XX, 28.

[9] Ibid.

[10] II Tim. II, 20.

[11] Ioann. VI, 51.