Lectura clandestina de «Camino»

Dos obispos de Bulgaria ofrecen su testimonio sobre el impacto que tuvo la traducción clandestina de «Camino» en sus vidas y en la de sus feligreses a finales del siglo XX, cuando en este país balcánico la fe era perseguida.

Monseñor Hristo Proikov nació en Sofía (Bulgaria) en 1946. Fue ordenado sacerdote en 1971 y obispo en 1994. De 1995 a 2024 fue eparca de Sofía, es decir obispo de los católicos de rito oriental. Ha sido testigo de la persecución sufrida por la iglesia búlgara hasta 1989, que incluyó prisión, torturas y martirio. Uno de sus libros espirituales de cabecera durante este tiempo fue precisamente 'Camino', en su primera traducción al búlgaro.

El otro protagonista del vídeo, Monseñor Rumen Stanev, nació en 1973 en Kaloyanovo, cerca de Plovdiv, fue ordenado sacerdote en 1999 y obispo en 2020. Actualmente es obispo auxiliar de la Diócesis de Sofía-Plovdiv. Su conocimiento de la persecución de la época comunista está más relacionado con la discriminación sufrida por los católicos.

Ambos comparten en este vídeo varios recuerdos de sus años como sacerdotes entre jóvenes, el uso de Camino para la oración personal y los retos que suponía vivir su fe en un país que la perseguía.

Así lo relata Monseñor Proikov:

«Como sacerdote podía celebrar la Misa, podía predicar en la iglesia, pero los servicios secretos decían que solo podía hacer eso. No podía tener nada que ver con los jóvenes, nada de catequesis, ninguna otra actividad. Lo hacíamos, pero de forma clandestina.

Yo trabajaba con los jóvenes, nos reuníamos muchas veces en la tribuna de la Iglesia, donde canta el coro. Realmente eran pocos, no muchos, pero eran buenos y crecieron en la fe. Me gusta recordar precisamente esa época, cuando también salíamos de la ciudad para hacer una excursión, y éramos muy felices al estar juntos.

En aquellos tiempos de persecución todo era difícil, peligroso, pero también había algo romántico en cierto sentido. Digamos que si puedes hacer una excursión sin que pase nada, te sientes muy feliz de que no haya pasado nada, y has cumplido con tu deber.

Conocí Camino porque un sacerdote, que también había pasado por la cárcel —el padre Kupen Mikhaylov— lo tradujo de forma clandestina con la ayuda de Ricardo Estarriol, que también fue valiente al asistir todos los días a misa, por la mañana temprano, y daba un ejemplo muy bonito para todos nosotros y valor para vivir la fe.

Ni siquiera nosotros sabíamos que se estaba preparando una traducción de Camino. Todo era un secreto entre ellos dos, Riccardo Estarriol y el padre Kupen Mikhaylov. Al final, de forma clandestina, salió la traducción, se imprimió en Viena, y regresó en forma del pequeño librito azul que yo llevaba incluso en mi coche».

Por su parte, Monseñor Stanev recuerda el bien espiritual que le hizo este libro a él y a los jóvenes a los que acompañaba:

«Cuando empecé a ir a la iglesia había un librito pequeño, Camino, azul, lo recuerdo muy bien. Quizás sea uno de los pocos libros católicos, si no el único, que se imprimió. Y además era muy práctico porque era de bolsillo. Se podía llevar fácilmente.

Recuerdo que lo leíamos muy a menudo cuando nos reuníamos con los jóvenes. Y luego en diferentes viajes, peregrinaciones, encuentros, a veces incluso como un juego: “Di una cifra, por ejemplo, el 385. Veamos qué pasa”. Luego cada uno decía un número y así todos pasaban a leer. Decíamos: “Ah, el Señor quiere decirte algo con esto que has oído”.

Pero creo que a todos nosotros, en ese momento, Camino nos influyó mucho, porque era uno de los pocos libros que podíamos leer, y pienso que nos ha ayudado de manera muy positiva, porque también el mensaje del Opus Dei es santificar ese tiempo, santificar cada momento. Esto es el cristianismo.

Para todos los sacerdotes en esta época, también para las hermanas y para los jóvenes, ha tenido una gran influencia. Yo lo sigo leyendo con mucho gusto, incluso con los jóvenes. Camino me da un pequeño pensamiento para vivir cada día».


Recuerdos de la primera traducción clandestina de Camino al búlgaro

A continuación ofrecemos el relato de la primera traducción de Camino, extraído del libro de memorias de Ricardo Estarriol, «Un corresponsal en el frío». 

Una de las primeras cosas que hacía siempre que iba a un país o a una ciudad desconocida, era enterarme del lugar y la hora en que iba a poder encontrar una misa el día siguiente por la mañana. Esto es lo que hice también la primera vez que llegué a Sofía en 1968 (para cubrir la cumbre del Pacto de Varsovia). 

Una de las primeras personas que conocí en el centro de prensa era un emigrante catalán llamado Revuelta: me dijo que trabajaba como periodista para alguna emisora o algo parecido, y yo entendí enseguida que estaba en el centro de prensa para seguir de cerca cómo nos las arreglábamos los dos periodistas españoles recién aterrizados (Eguiagaray y yo) para cubrir la cumbre del Pacto de Varsovia. 

Puesto que era muy tarde para andar investigando por ahí, le pregunté a Revuelta dónde podría encontrar una misa católica al día siguiente por la mañana. Seguramente él no tenía ninguna indicación de la superioridad al respecto, y me dijo sencillamente lo que él sabía: que hacía poco tiempo el gobierno había permitido que se reabriera una pequeña capilla de unas monjas católicas en la calle Asen Zlatarov, y allí encontré una misa.

Por si acaso, el día siguiente salí muy temprano del hotel y me dirigí hacia la capilla. Pulsé un timbre junto a la cancela del jardincito que rodeaba la iglesita y esperé. Le espera fue larga. Hasta que una monja vestida con el hábito de las carmelitas me abrió.

Pregunté si iban a tener misa y me dijo que sí, pero que más tarde, a las siete. Entré en la pequeña iglesia y, aunque no había iconostasio, me di cuenta de que era de rito oriental. Me senté en un banco. Poco a poco fueron entrando media docena de personas que se quedaban en la parte de atrás. 

Hubo algunos cuchicheos y no tardé en darme cuenta de que me había sentado en el banco de las monjas de clausura (que obviamente no podían observar la clausura, pero por lo menos tenían un banco). Pude retirarme a tiempo. Finalmente apareció el sacerdote, que era el propio obispo Stratiev, y celebró la santa misa en el rito oriental.

Durante el resto del día me dediqué a adivinar qué es lo que estaban haciendo los dirigentes del Pacto de Varsovia para frenar de alguna forma la primavera de Praga, y así poder contarlo en La Vanguardia. Al día siguiente la monja en cuestión me pidió que me quedara un momento después de la misa porque «la madre superiora quería hablar conmigo». 

Cómo era lógico, mi presencia había causado un cierto revuelo en aquella casa, y la media docena de carmelitas que estaban allí no acababan de orientarse. La madre Blazhena me contó luego con una enorme sencillez los problemas que había tenido aquella fundación carmelita.

Cuando le dije que yo era miembro del Opus Dei, reaccionó con una gran espontaneidad: «No sabemos lo que es el Opus Dei, pero nos imaginamos que debe ser una buena cosa, porque hace muy poco el Rabotnichesko Delo (órgano oficial del partido comunista búlgaro) publicó un furioso artículo contra esta institución». 

Le entregué algunos escritos de Josemaría Escrivá que llevaba conmigo, y ella arregló las cosas para que al día siguiente yo pudiera hablar con otro sacerdote, que iba a celebrar allí la misa. Aquel sacerdote era Kupen Mihaylov, un párroco greco-católico que había pasado 14 años en la cárcel. 

Él fue quien tradujo Camino al búlgaro, cuya primera edición tuvo que ser impresa fuera de Bulgaria. No quería ninguna recompensa ni honorarios por su trabajo,pero después de mucho insistir, me dijo que le vendría muy bien una máquina de escribir nueva con teclado cirílico.

Mi siguiente viaje a Sofía tuvo lugar con ocasión del X congreso del partido comunista búlgaro (en 1971, tres años después). Cuando fui por segunda vez me abrió la misma monja y me saludó tranquilamente con un “Khristos e vüzkrüsnal”(Cristo ha resucitado). 

Yo hubiera tenido que responder con Khristos enaistina vüzkrüsnal (Cristo ha verdaderamente resucitado), pero no reaccioné a tiempo. Estábamos en la semana de Pascua del calendario juliano y esta es la forma habitual con la que los cristianos de rito oriental se saludan en la Pascua. En aquel viaje conocí al entonces joven sacerdote Proykov.

Fui tan atolondrado que salí de Viena sin haber comprado la deseada máquina de escribir. Me excusé como pude, pero pregunté a las monjas si en vez de una máquina de escribir desearían otro regalo. La madre Blazhena rechazó varias veces mi ofrecimiento, pero una de las hermanas, la que tenía el oficio de “ecónoma”, me sugirió que les regalara una lavadora automática.

Yo ya me veía transportando desde Viena una lavadora automática. Pero la ecónoma sabía, a pesar de la clausura, que en los almacenes Korekom de Sofía se vendía una máquina como la que necesitaban: en un santiamén me dijo la marca, el tipo, y la capacidad en litros. 

Aquellos almacenes vendían productos de calidad, pero solo podían comprar los extranjeros, los miembros de la nomenclatura, o aquellos búlgaros que acreditaban poseer legalmente divisas occidentales. Aquella noche, durante una cena con compañeros y diplomáticos, hice una colecta: un compañero alemán y un diplomático español completaron con sendas generosas limosnas la cantidad que yo hubiera querido invertir en el regalo.

Al día siguiente, en vez de acudir obedientemente a las sesiones del Congreso, pedí al portero del hotel que encargara un taxi de transporte para mí. En vista de que el taxi no llegaba, el mismo portero me aconsejó que preguntara a uno de los chóferes de los aparatosos Mercedes negros de la nomenclatura si él querría llevarme, dándole una discreta propina “en dólares”.

Nunca me imaginé que aquello fuera posible: pero luego pensé que el hecho de que yo llevara, como los congresistas, un badge rojo con mi nombre y la hoz y el martillo, le hizo pensar que era un invitado comunista extranjero. No le extrañó nada que le diera la dirección de Korekom: aparcó donde quiso, y él mismo me acompañó e hizo llamar al gerente, al que mostré el papelito que me había escrito la ecónoma con los datos. 

Rápidamente terminó la operación: entre varios llevamos el voluminoso embalaje al maletero del coche, e incluso un mozo armado con una cuerda se empeñaba en subir al coche: se lo agradecí, pero le dije que no hacía falta porque la lavadora iba a quedarse en una planta baja. Con el maletero abierto (la lavadora apenas cabía dentro) y violando varias reglas de tráfico, el chofer me llevó a la dirección que le había dado.

Cuando detuvo el coche delante de la cancela de la iglesia, donde figuraba el número, me miró con cara de extrañeza, diciendo: no tova e tsurkva! pero esto es una iglesia (...). Yo le dije que sí, que aquello era una iglesia, pulsé el timbre y sin más explicaciones le pedí que hiciera el favor de ayudarme a transportar la lavadora. La portera me abrió la puerta, me vio, y no se le ocurrió otra cosa más que llamar a toda la comunidad.

Es una pena que nadie filmara aquello: un coche negro de la nomenclatura con todas las pegatinas oficiales del partido llevando una lavadora a una comunidad de carmelitas descalzas, que nos daban el cortejo a un chofer y a mí con una lavadora a cuestas, mientras decían “¡milagro!, ¡milagro!”. El viaje de regreso lo hicimos en silencio. Tengo la impresión de que el conductor del Mercedes prefirió no contar a sus jefes lo que habíamos hecho.