Meditaciones: domingo de la 21.ª semana del Tiempo ordinario (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la vigesimoprimera semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: una historia épica de amor; tener una memoria libre, no esclava; amar los mandamientos.

- Una historia épica de amor.

- Tener una memoria libre, no esclava.

- Amar los mandamientos.


LA PREDICACIÓN del Señor no siempre fue bien recibida por quienes le escuchaban. Un ejemplo claro es lo que ocurrió después del discurso del pan de vida. Algunos de los que hasta ese momento seguían al Maestro comentaron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60). Cualquier proyecto que vale la pena en esta vida implica renuncia. El matrimonio, que está llamado a ser una historia de amor a lo largo del tiempo, también cuenta con esa dinámica. Así lo sugiere la segunda lectura al afirmar: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Ef 5,31). No hay duda de que aprender a bailar al compás del otro implica abandonarse en sus manos, pero lo que se alcanza es mucho mayor que lo que uno podría conseguir por su propia cuenta.

En la vida cristiana no se busca simplemente la renuncia por la renuncia. Ciertamente, cuando se pretende vivir de amor, esta es inevitable. Como recuerda san Pablo, aspirar a los bienes de arriba requiere tomar distancia con los de abajo (cfr. Col 3,1-2). No obstante, si pensamos en los grandes relatos épicos de la historia, su repercusión no se debe tanto a las renuncias que han realizado, sino a las gestas que han logrado. De un modo similar, es verdad que a veces podemos percibir que la relación con Dios está marcada por la dureza, pues en ocasiones quizá encontramos gran dificultad en seguir sus mandamientos. Sin embargo, la vida cristiana no se tasa únicamente en eso, sino que sobre todo se mide por los bienes de arriba que nosotros ardientemente buscamos y que él quiere darnos. Unos bienes que no solo se saborean en la vida eterna, sino que también en la terrena podemos empezar a degustarlos. Como recordaba san Josemaría: «Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Solo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[1].


EN LA PRIMERA lectura de este domingo, Josué convoca a las tribus de Israel y las invita a una toma de posición de radical: «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis; que yo y mi casa serviremos al Señor» (Jos 24,15). En realidad, esta exhortación de Josué es la conclusión de un emotivo discurso en el que el sucesor de Moisés rememora desde Abraham todas las vicisitudes por las que ha pasado el pueblo de Israel y cómo Dios ha permanecido fiel en cada circunstancia, protegiéndolo de sus enemigos y colmándolo de muchas bendiciones (cfr. Jos 24,1-14). No es de extrañar que el pueblo, evocando la memoria de la presencia fiel y protectora de Dios, exclame con decisión: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor nuestro Dios es quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de Egipto, de la casa de la esclavitud; y quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios y nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos por los que atravesamos» (Jos 24,16-17).

Josué evoca en el pueblo los dones recibidos de Dios. El pueblo de Israel necesitará en muchísimas ocasiones volver a poner la vista en todo lo que Yahvé ha hecho por él. Porque con frecuencia, ante las adversidades del éxodo, los israelitas llegan a añorar las comodidades de la esclavitud: «¡Quién nos diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos! En cambio ahora se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Nm 11,4-6). «El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre»[2].

Un pueblo al que se le ha brindado la libertad, que ha experimentado el poder protector del Señor, añora la aparente comodidad de la esclavitud. Por paradójico que pueda parecer, la vivencia de Israel puede reflejar también la experiencia de cada uno de nosotros. Podemos acabar viendo a Dios y la vida de fe como algo que nos complica, añorando la engañosa calma que proporciona la lejanía de Dios. Es entonces cuando, como Josué, podemos volver a poner ante nuestros ojos todo el bien que el Señor ha hecho en nuestra vida a través de su presencia, de sus sacramentos, de las personas que ha puesto a nuestro lado. Y al considerar que esa cercanía nunca se retira, que ese Dios tierno y providente no nos abandona si nosotros le dejamos, podemos exclamar como san Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).


«SEÑOR Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de tus fieles, impulsa a tu pueblo a amar lo que mandas y a desear lo que prometes, para que, en medio de la inestabilidad del mundo, estén firmemente anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad»[3]. Así reza la oración colecta de este domingo. A través de esta súplica, la Iglesia no nos invita sencillamente a cumplir lo que Dios manda, sino a corresponder a su amor. Cumplir algo que nos viene impuesto desde fuera puede ser una actitud encomiable si lo que se manda es lícito y contribuye al bien nuestro y de la comunidad. Sin embargo, nosotros queremos ir más allá: deseamos amar a un Dios que es bueno y solo nos pide aquello que nos conviene.

Amar exige conocer la razón de bien detrás de lo que Dios propone a través de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Una comprensión que no es abstracta, sino que con la ayuda de la fe alcanza a captar el bien que un mandamiento o una indicación supone para uno mismo. No cumplimos los preceptos divinos solo porque son mandados por alguien con autoridad, sino porque comprendemos el bien que conlleva o, al menos, porque confiamos en quien nos lo pide. Con la luz de la fe y la ayuda de la gracia podemos descubrir la bondad que contienen los mandamientos para nosotros. Se entiende entonces aquella petición de san Agustín: «Da lo que mandas y manda lo que quieras»[4]. Por eso, podemos pedir al Señor que nos ayude a comprender el sentido de sus mandamientos para poder amarlos con todo el corazón.

En este sentido, la oración, la lectura y el acompañamiento espiritual pueden ser para un cristiano los cauces habituales por los que Dios nos da esa sabiduría. Así, podemos enfocar con serenidad los períodos de mayor sequedad o las circunstancias donde sobresale más la renuncia en nuestra historia de amor con Dios. Esa sabiduría no solo nos hace saber que el Señor es bueno y busca nuestro bien, sino que nos permite experimentar cada vez más su bondad y todos los dones que continuamente nos da, como clama el salmista: «Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él» (Salmo 34,9). Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a reconocer y disfrutar todo lo que su Hijo hace por nosotros.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.

[2] Francisco, Homilía, 19-VI-2014.

[3] Misal Romano, oración colecta del XXI Domingo del Tiempo Ordinario.

[4] San Agustín, Confesiones, X, 29.