Jesús acaba de llegar a la ciudad de Jericó (cfr. Lc 19,1-9). Entre los habitantes se corre la voz apenas cruza la puerta de ingreso: «¡Es el Maestro! ¡Ya ha llegado!». Todos desean verle y oírle. Entre esas personas se encuentra Zaqueo. Se trata de un hombre importante, rico y jefe de publicanos. Por eso, no goza de mucha estima, pues se dedica a colaborar con las autoridades invasoras con el cobro de impuestos. Sin embargo, ahí está él, como uno más, tratando de hacerse un hueco en la muchedumbre para tratar de ver a Jesús. Pero tiene un problema: es pequeño de estatura. Por mucho que avance siempre tendrá a una persona más alta que él que le quita toda visibilidad.
Impotente, a Zaqueo se le ocurre un plan B. Más adelante, al lado del camino, se encuentra un árbol. Ahí, desde lo alto, podría contemplar a Jesús sin ningún problema. Aunque normalmente debe mantener las apariencias correspondientes a su cargo, ahora no duda en realizar una acción que podía ser considerada absurda, pues sabe que «el ridículo no existe para quien hace lo mejor»[1]. Se adelanta corriendo a la comitiva y sube por el sicómoro. Así de grande es su deseo por conocer al Maestro. No se plantea pararse ante las dificultades. Está dispuesto a sacrificar incluso su propia honorabilidad; a que le vean correr con agitación, trepar y asomarse entre las ramas. Su interés por ver a Jesús va mucho más allá de la curiosidad humana; lo que Zaqueo busca, de manera más o menos consciente, es la verdad. Busca, ante todo, la verdad de su propia vida.
Una mirada sin prejuicios
Jesús, al llegar al sicómoro, levanta los ojos y dirige su mirada hacia el publicano. Zaqueo se fija en los ojos del Maestro. Ya no era simplemente contemplarle desde el árbol, como a un objeto de estudio, sino un mirarse mutuamente. Quizá entre los que formaban la comitiva alguno ironiza sobre la actitud de este personaje: «Mirad, este es Zaqueo, todo un jefe de los publicanos, trepando por un árbol como un niño». Pero Cristo no entiende de etiquetas. No ve en Zaqueo un traidor, sino un alma sedienta de Dios. Y por eso pone sus ojos en él. «Esta mirada de Jesús que es hermosa, que ve al otro, sea quien sea, como un destinatario de amor, es el inicio de la pasión evangelizadora»[2]. Zaqueo, a quien no le importa lo que piensen los demás, se siente mirado por Jesús. No tiene miedo a que el Señor vea el interior de su alma. Zaqueo, entonces, es un alma que quiere hacer oración: mirarse a sí mismo a través de los ojos misericordiosos de Jesús. Es el inicio de su conversión.
Asombrado ante la mirada de Jesús, Zaqueo oye las siguientes palabras: «Date prisa y baja, porque es necesario que hoy me aloje en tu casa» (Lc 19,5). Sus expectativas habían sido superadas. Pocos minutos antes se conformaba con ver al Maestro; jamás se habría imaginado que Jesús se detuviese, le mirara a los ojos y pronunciase su propio nombre. Pero la dicha va más allá todavía: ¡le pide alojamiento en su casa! «Cristo ve nuestras necesidades con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos. ¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso!»[3]. Sabe del afán perseverante de Zaqueo por verle y por eso él mismo se deja ver. Pero no se queda en eso: le mira, le llama y le dice que quiere entrar en su casa. A Jesús le basta el deseo sincero de un alma por buscarle para acercarse a ella: «¿Dónde está tu deseo de Dios? Porque la fe es eso: tener el deseo de hallar a Dios, de encontrarlo, de estar con él, de ser felices con él»[4].
La respuesta de Zaqueo a la petición de Jesús no se hace esperar. Baja del árbol todo lo rápido que puede y recibe al Señor en su casa «con alegría» (Lc 19,6). Esa felicidad es la reacción lógica después haber deseado intensamente la cercanía del Señor. ¡Cómo se esmeraría en agasajarle! Tendría las manifestaciones de respeto y de agradecimiento que ayudan a crear un ambiente de cordialidad y de regocijo. Estaría también pendiente de las palabras que pronunciaría el Maestro. Y es que solo el que busca la verdad es capaz de aceptar las enseñanzas del Señor y confrontarlas con su vida. En cambio, quienes se mueven con esquemas preconcebidos, como algunos judíos de la época, solo se fijan que Jesús ha hecho algo imperdonable: entrar en la casa de un jefe de publicanos. Por eso todos empiezan a murmurar entre sí (cfr. Lc 19,7). «Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse»[5].
Una decisión de amor
Zaqueo siente un profundo agradecimiento a Jesús. Tan clara es la verdad, tan amable ha sido el Señor que se ha dignado a entrar en su casa, incluso sin que se lo pidiese, que Zaqueo siente en su interior una profunda sacudida. Es el momento de la conversión. Y en ese ambiente de alegría, declara: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si en algo he defraudado a alguno, le restituyo el cuádruplo» (Lc 19,8).
Nadie le había pedido un acto de generosidad tan grande. Lo decide así porque quiere. No se siente coaccionado: es él quien libremente toma esa decisión. No piensa que está haciendo algo contrario a lo que realmente le gustaría. Él, acostumbrado a hacer cómputos económicos, no se para en cálculos mezquinos porque no se siente en la obligación de responder a una demanda, sino que sencillamente toma una iniciativa. Y lo que decide no le parece heroico, porque está admirado de la bondad del Señor y, por tanto, todo le parece poco. No se propone dar algo, sino darse, porque lo que ha decidido es amar, es decir, corresponder al amor del Señor. Zaqueo, más que generoso, ha empezado sencillamente a vivir de amor.
«Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás por amor a mi Señor Jesús»[6]. Es evidente que un acto de esta naturaleza solo se puede hacer si se está contento de hacerlo: Zaqueo lo hace porque está alegre, agradecido y admirado, y hacerlo le llena de una felicidad mucho más grande de la que había obtenido solo con las riquezas. Con razón se ha dicho que la alegría «no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto suyo»[7]. Por eso, sabernos libres para amar «nos lleva a experimentar en el alma la alegría, y con ella el buen humor»[8]. Quienes han hecho la elección de entregarse están alegres: «La palabra “feliz” o “bienaventurado”, pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha»[9].
La alegría de alegrar al Señor
Ante la sorprendente declaración del jefe de los publicanos, quizá alguno de los comensales piensa que lo que acaba de decir no responde a la lógica humana. Pero Jesús, emocionado, afirma: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Mt 19,9-10).
La respuesta del Señor no ha sido una constatación fría de un hecho. Jesús es verdadero hombre y, como tal, tiene sentimientos. En varias ocasiones los Evangelios se detienen a describirlos: se compadece ante la muchedumbre que está como ovejas sin pastor (cfr. Mt 9,36), se indigna ante los mercaderes que negocian en el templo (cfr. Jn 2,14.17), se duele ante la desgracia de la viuda que ha perdido su único hijo (cfr. Lc 7,11-17), se emociona ante aquella otra que echa en la hucha del Templo sus dos monedas (cfr. Mc 12,41-44), llora la muerte de su amigo Lázaro (cfr. Jn 11,35).
También en esta ocasión Jesús tuvo que conmoverse profundamente. El Señor vio el cambio de vida de Zaqueo y su generosidad, pero vio también cómo había actuado el Espíritu Santo en el alma de ese pecador. Si Zaqueo es capaz de formular un propósito así es porque el Paráclito se lo ha inspirado. Jesús ve la maravilla de la acción divina que impulsa y ayuda al hombre, respetando su naturaleza libre. Parece que la iniciativa es del hombre, que decide convertirse, pero en realidad era previa la llamada divina a la conversión; era previo ese trabajo silencioso del Espíritu Santo en el alma de Zaqueo, que lo impulsaba a trepar al árbol.
Jesús, que ve todo esto, se alegra mucho. Tuvo que notarse en su rostro, en el timbre de su voz, en sus ojos que brillaban por la emoción. Y eso lo percibió Zaqueo. A la alegría de haber visto a Jesús, de haberlo escuchado, de haber comprobado cómo le tomaba en consideración hasta el punto de entrar en su casa, se suma ahora la alegría de haber sido capaz de alegrar al Señor. Alegrar a Dios y alegrarse con Dios. ¿Qué más se puede pedir?
[1] Camino, n. 392.
[2] Francisco, Audiencia, 11-I-2023.
[3] Forja, n. 341.
[4] Francisco, Homilía, 12-III-2018.
[5] Benedicto XVI, Ángelus, 31-X-2010.
[6] Amigos de Dios, n. 35.
[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q.28, a.4.
[8] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 6.
[9] Fransico, Gaudete et exsultate, n. 64.