Meditaciones: 7 de enero

Reflexión para meditar el siete de enero. Los temas propuestos son: el sueño de san José; docilidad y confianza; moverse dentro del plan divino.

El sueño de san José

Docilidad y confianza

Moverse dentro del plan divino


«UN ÁNGEL del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Apenas los Magos han emprendido su viaje de regreso, los sicarios que trabajan para Herodes se disponen a buscar al nacido, Rey de los judíos, para darle muerte. Pero Dios se les adelanta, advierte a José del peligro y le manda huir a Egipto. La indicación es clara: señala lo que hay que hacer y la razón que aconseja la huida. Lo demás, el cómo y los medios, los deja a la prudencia de san José. Y Dios, por último, le advierte también que debe permanecer atento a la voz del ángel, que le avisará cuándo poner fin a la permanencia en aquel país, para él extraño.

Puede parecer llamativo que Dios hable en sueños a san José, ya que se trata de un momento en el que aparentemente no se puede decir ni responder nada. Durante el sueño el hombre se encuentra indefenso, impotente. Podemos recordar que es también en esos momentos cuando Adán recibe a su esposa: se levanta para descubrir la novedad de tener una compañía y una misión. En la experiencia humana del sueño, el hombre muchas veces proyecta sus hazañas más hermosas. En cierto sentido, parece que José debe callar, pero en realidadmientras duerme es invitado a abrirse al más grande sueño: a formar parte de los planes de Dios.

Cuando despierta, san José no desea esperar hasta el día siguiente: «Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto» (Mt 2,14). No debieron de escasear las dificultades. Tenían que abandonar la casa de Belén, procurada quizá con grandes sacrificios. Además lo largo del viaje impedía llevar consigo cosas muy necesarias y la prisa hacía imposible vender las que sobraban. La persecución contra el niño ni siquiera había comenzado pero san José cree firmemente al ángel y se pone en camino. Siervo fiel y prudente, el Patriarca escucha la voz de Dios sin buscar otras posibilidades aparentemente más viables. Existían razones para juzgar poco acertada la indicación del ángel: ¿acaso no podía la omnipotencia de Dios salvar de otro modo al niño?, ¿por qué habrían de llevarlo hasta un pueblo extranjero en donde no conocían a nadie? Sin embargo, José confía en la palabra de Dios.


NO DEBIÓ de ser cómodo el viaje de la Sagrada Familia hasta Egipto: varias jornadas de andadura por senderos inhóspitos a lomos de un borriquillo, con el temor de ser alcanzados en la fuga; con cansancio y sed, con un futuro incierto, y dudas para las cuales no habían respuestas. Emociona verlos escapar plenamente confiados en los planes de Dios. San Agustín nos recuerda que el Señor «conoce mejor que el hombre lo que conviene en cada momento, lo que ha de otorgar, añadir, quitar, rebajar, aumentar, disminuir y cuándo lo ha de hacer»[1]. Como vemos en san José, es en el día a día el lugar donde podemos reconocer la voz de Dios; en nuestros encuentros diarios con él a través de nuestros momentos de oración; en los sucesos de la jornada y en las personas con las que nos relacionamos; también en las contrariedades y obstáculos que aparecen en nuestro caminar. Pensar en la actitud de san José y en su disposición de colaborar con los planes de Dios nos puede ayudar a que aumente nuestra ilusión por escuchar a Dios.

Si a cada una de las inspiraciones que el Señor nos dirige respondemos: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!»[2], entonces también nosotros nos llenaremos de la misma confianza que tenía san José. Así, «como el barro en manos del alfarero» (Jr 18, 6), nos ponemos en manos de Dios para que transforme nuestro corazón y para emprender esa gran obra divina que él proyecta con nosotros.


DESPUÉS de algún tiempo viviendo en Egipto, un ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel; porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño» (Mt 2,20). Había llegado el momento de dejar aquella tierra que les había ofrecido cobijo para retornar a la que Dios había elegido como morada del Mesías. Como no podía ser de otra manera, José «se levantó, tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel» (Mt 2,21). Así se cumplió «lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2,15).

José pone a su servicio la inteligencia, la voluntad y el corazón, con sentido de responsabilidad y con protagonismo. Por eso, «al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá» (Mt 2,22), donde peligraba la vida del niño. «Ha aprendido a moverse dentro del plan divino –dice san Josemaría– y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea (...). Así fue la fe de San José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente. Y, con la fe, la caridad, el amor. Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abraham, a Jacob, a Moisés; con el cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: la redención de los hombres»[3].

A veces el Señor también nos sugiere en sueños, nos habla en voz baja y nos deja espacio para que aprendamos a movernos con soltura dentro de sus planes. Ante sus inspiraciones podemos poner en juego todos nuestros talentos. Dios no se impone, sino que «nos pide una obediencia inteligente, y hemos de sentir la responsabilidad de ayudar a los demás con las luces de nuestro entendimiento»[4]. Pidamos a san José y a santa María que nos enseñen a disponer el corazón para captar esas llamadas y responder con una docilidad pronta e inteligente.


[1] San Agustín, Carta 138, 1, 5.

[2] San Josemaría, Camino, n. 762.

[3] San Josemaría., Es Cristo que pasa, n. 42.

[4] Ibíd., n. 17.