Meditaciones: miércoles después de Epifanía

Reflexión para meditar el miércoles después de Epifanía. Los temas propuestos son: la vida oculta de Jesús; hacer presente el cuidado de Dios; el valor del trabajo ordinario.

La vida oculta de Jesús

Hacer presente el cuidado de Dios

El valor del trabajo ordinario


DURANTE treinta años estuvo escondida aquella luz grande que había venido a iluminar a todo el mundo (cfr. Is 9,2). El gran misterio de la Encarnación pasó oculto durante un largo tiempo a los ojos de los hombres. El Hijo de Dios vivió año tras año sujeto a sus padres, en un pequeño pueblo de Galilea, dedicado a un trabajo normal. Nuestro Señor es «el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45,15).

«Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo»[1].

Jesucristo quiso pasar la mayor parte de su vida en la tierra oculto en el silencio de Nazaret. «Y si el Señor así quiso esconderse, ¿qué deberemos hacer nosotros que vivimos por Él bajo el yugo suave de la gracia?»[2]. Consideremos ahora una vez más esa vida oculta de Jesús, que queremos imitar. Como él, queremos ser levadura en medio de la masa, fermentar nuestro entorno pasando desapercibidos. «Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt 13,55), el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae (Mc 6,3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12,32)»[3].


«COMO cualquier otro suceso de su vida, no deberíamos jamás contemplar esos años ocultos de Jesús sin sentirnos afectados, sin reconocerlos como lo que son: llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad»[4]. Como Jesús, queremos también crecer en edad, en gracia y en sabiduría (cfr. Lc 2,52). La contemplación de la vida oculta del Señor trae luces concretas a nuestra vida diaria: nos habla de esa unidad de vida, sencilla y fuerte, que hemos de cultivar todos los días.

Toda nuestra vida tiene valor de corredención; el alma crece, madura sobrenaturalmente «en el cumplimiento exacto de las obligaciones de ahora. –Ese trabajo –humilde, monótono, pequeño– es oración cuajada en obras que te disponen a recibir la gracia de la otra labor –grande, ancha y honda– con que sueñas»[5]. Cuando procuramos trabajar con esa perspectiva divina, nuestro trabajo adquiere un sentido completamente nuevo; puede ser camino para traer a Dios hacia nuestro entorno. Con nuestro trabajo y nuestro servicio podemos hacer presente el cuidado de Dios hacia cada persona. Cada proyecto, cada tarea y cada gesto puede contener de algún modo el amor, nuestro y de Dios, hacia las personas a las que se dirigen.

Contemplemos a Jesús, el Verbo de Dios, oculto en el taller de Nazaret tantos años, contemplado solo por el Padre y el Espíritu Santo, por María y José. Tendremos un renovado deseo de conocerle, de imitar su vida escondida en Nazaret, tan fecunda naturalmente y sobrenaturalmente.


«PERMITIDME –nos dice san Josemaría– que vuelva de nuevo a la ingenuidad, a la sencillez de la vida de Jesús, que ya os he hecho considerar tantas veces. Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo: pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad.

»Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre»[6].

Dios no se olvida de ninguno de sus hijos y el tiempo transcurrido en Nazaret nos muestra cómo llenar de amor de Dios las realidades ordinarias. Su ejemplo nos permite atisbar el gran sentido que tiene cada uno de nuestros gestos e ilusiones. «El trabajo –continúa san Josemaría–, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación (...). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»[7]. Al contemplar la vida oculta de Jesús, esos largos años de trabajo en Nazaret, descubrimos un maravilloso modelo a imitar. Pidamos a santa María y a san José que nos ayuden a realizar en nosotros esa vida que ellos compartieron con el Señor.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.

[2] San Clemente Romano, Carta a los Corintios, n. 16.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.

[4] Ibíd., n. 15.

[5] San Josemaría, Camino, n. 825.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 20.

[7] Ibíd.., n. 47.