- Mirar a Jesús, que es luz para nuestra vida.
- Dios nos pide todo para hacernos felices.
- La entrega a Dios se convierte en entrega a los demás.
LA ÚLTIMA SEMANA del tiempo ordinario nos recuerda que la vida es breve en comparación con lo que viviremos después, así que nos anima a aprovechar cada oportunidad para encontrar al Señor. San Agustín decía que le causaba temor pensar que Jesús estuviera pasando cerca de su vida y no darse cuenta. Se trata de la incertidumbre, normal en esta tierra, de no saber si seremos capaces de acoger habitualmente la presencia de Dios, luz para nuestro camino.
«La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su “vida luminosa”, en la que se desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz»1. La luz de la fe confiere paz y confianza al alma del cristiano. Cristo, luz de luz, Dios verdadero, es quien da pleno sentido a todo lo que hacemos. Por eso nos interesa buscar su rostro, sin descanso y sin desmayo, presente en nuestras acciones, en nuestros amores, en nuestras ilusiones.
Queremos comenzar esta última semana del año litúrgico con los ojos fijos en Jesús, quien ya resucitado dijo: «Mirad mis manos y mis pies» (Lc 24,39). «Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?»2.
ANTES DEL DISCURSO en que Cristo anuncia, de modo profético, el fin de Jerusalén y del mundo, tiene lugar una escena escondida, discreta, en medio de la actividad del Templo. Una mujer sin demasiados recursos entrega todo lo que tiene ante el Altísimo. Aunque nadie se dio cuenta, Jesús sí lo advierte. «Ella ha echado más que nadie» (Lc 21,3), refiere el Evangelio de hoy, dirigiéndose a quienes le rodeaban. La actitud de la viuda ha quedado como un retrato, hecho por el mismo Cristo, de la relación de los hombres con Dios: «El Señor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía»3.
La relación de amistad con Dios, propia de la llamada cristiana, ansía una respuesta que involucra la existencia entera. No nos quedamos indiferentes después de haberlo encontrado. «El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “Dame, hijo mío, tu corazón”. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»4.
Jesús nos invita a echar todas nuestras monedas sin llamar la atención. Esas decisiones que tomamos en lo más profundo, esa apertura a la luz de la fe, nos llevarán a una alegría sin comparación. La viuda pobre lo dio todo pero salió del Templo enriquecida por la mirada de Dios; tan feliz que ni siquiera necesitaba saber que sería un ejemplo para tantas personas a lo largo de la historia.
LA VIUDA QUE contemplamos hoy en el Evangelio, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. Jesús, hoy, nos dice también a nosotros que el metro para juzgar no es la cantidad, sino la plenitud (...). Pensad en la diferencia que hay entre cantidad y plenitud: no es cosa de billetera, sino de corazón»5.
Esta plenitud con la que queremos abandonarnos en el Señor, que no hace cálculos, y que es la que nos hará verdaderamente felices, redunda siempre en entrega a los demás. Nos llena del amor de Dios que busca ser compartido. Esas dos monedas que la viuda da al Señor cuando va al Templo, se convierten en una manera habitual de darse también a los demás. Quien es verdaderamente generoso con Dios, es también generoso con los demás.
«Ante las necesidades del prójimo, estamos llamados a privarnos de algo indispensable, no solo de lo superfluo; estamos llamados a dar el tiempo necesario, no solo el que nos sobra; estamos llamados a dar enseguida sin reservas algún talento nuestro, no después de haberlo utilizado para nuestros objetivos personales o de grupo. Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda, que Jesús, con el desconcierto de los discípulos, hace subir a la cátedra y presenta como maestra de Evangelio vivo. Por intercesión de María, la mujer pobre que ha dado toda su vida a Dios por nosotros, pidamos el don de un corazón pobre, pero rico de una generosidad alegre y gratuita»6.
1 Francisco, Enc. Lumen Fidei, n. 35
2 Francisco, Regina Coeli, 18-IV-2021.
3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Carta a los hebreos, 1, 4.
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 35.
5 Francisco, Ángelus, 8-XI-2015.
6 Ibídem.