Meditaciones: miércoles de la 3.ª semana de Cuaresma

Reflexión para meditar el miércoles de la tercera semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: Jesús es la plenitud de la Ley; una fidelidad que vivifica y agranda el corazón; entender lo que se ama.


«AL OTRO lado del Jordán, en el desierto (...), Moisés comunicó a los hijos de Israel todo lo que el Señor le había mandado para ellos» (Dt 1,1.3). El pueblo se encuentra a un paso de entrar en la tierra prometida. Sin embargo, quien ha sido su guía y pastor desde que salieron de Egipto, cuarenta años atrás, no cruzará con ellos esa última frontera. Antes de entregar su alma a Dios, Moisés cumple su misión hasta el final. «Mirad –les dice–: yo os enseño los mandatos y decretos, como me mandó el Señor, mi Dios, para que los cumpláis en la tierra donde vais a entrar para tomar posesión de ella. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos» (Dt 4,5-6).

En la fidelidad a esta Ley se irá forjando la identidad de Israel. Desde Josué y Pinjás hasta Saulo de Tarso, pasando por Elías, Judit o Matatías, serán muchos los israelitas que sientan arder su alma de amor por la Ley de Dios. Por eso, cuando Jesús comienza su vida pública, se genera un cierto revuelo. Habla con autoridad, y parece que se permite a sí mismo y a sus discípulos hacer excepciones a las tradiciones de sus padres. Los israelitas piadosos están confundidos, así que el Señor les sale al encuentro: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5,17).

Jesús se inserta en esa tradición de amor a la Ley, gloria de su pueblo. Pero añade algo más. Ciertamente, no ha venido a eliminarla, pero tampoco es el suyo un mero cumplimiento. Con Cristo, ha sonado para la Ley la hora de la plenitud. «Él va a la raíz de la Ley, apuntando sobre todo a la intención y, por lo tanto, al corazón del hombre, donde tienen origen nuestras acciones buenas y malas (...). Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu, que nos hace capaces de vivir el amor divino»1.


A ALGUNOS de los oyentes de Jesús, su respuesta quizá les supo a poco. «Si no ha venido a abolir la Ley, ¿cómo se explica entonces su conducta ambigua?», se podían preguntar. Pero la supuesta ambigüedad de Jesús aparece tal únicamente a quienes tienen una visión deformada de la Ley. Y lo que Jesús quiere abolir es precisamente esa visión deformada. La tarea se demuestra ardua, porque la encuentra muy arraigada, sobre todo entre algunos fariseos: es el suyo un cumplimiento superficial de la Ley, una observancia formal, compatible con un corazón que no crece (cfr. Is 29,13; Mt 15,6).

Pero no es esa la fidelidad que quiere el Señor. Moisés había dicho: «Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis» (Dt 4,1). La finalidad de la Ley es ayudar a vivir, hacer crecer. En el mismo sentido, las palabras de Jesús son espíritu y vida (cfr. Jn, 6,63) que, lejos de permanecer inmóviles, el salmista nos dice que «corren veloces» (Sal 147,15). Lejos de empequeñecernos, la fidelidad a la Ley tiene la capacidad de hacernos grandes, porque nos descubre los caminos para dilatar el corazón: «Dirige mis pasos, Señor, con tu palabra, para que no me domine la maldad» (Sal 118,113).

«La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos», decía san Josemaría. «La santidad no tiene la rigidez del cartón (...). Es vida, vida sobrenatural»2. ¿Cómo podemos distinguir el cumplimiento farisaico, que nos vuelve pequeños y rígidos, de ese otro que nos hace grandes y nos llena de vida? Se podrían decir muchas cosas, pero la clave última está en un amor que tiene dos indicadores concretos: la alegría, fruto de hacer las cosas libremente3; y la ternura con la que hacemos las cosas4, porque damos a aquello toda nuestra atención. Así se comprende por qué «las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas»5.


PARA PODER cumplir la Ley de Dios con amor, conviene saber por qué hacemos esas cosas. Es verdad que podemos amar algo aunque no lo comprendamos del todo porque, en ese caso, nos fiamos de quien nos lo dice: el Señor, nuestros padres, alguien en quien confiamos… Pero el amor auténtico busca siempre entender mejor, y el amor crece en la medida en que profundizamos en sus causas6. Si hacemos las cosas sin comprender por qué, es fácil que acabemos limitándonos a un cumplimiento externo, sin interiorizar las razones para hacerlo, y sin identificarnos con ello. Así, podemos acabar olvidando fácilmente que aquello lo hacíamos por el Señor, y se nos puede convertir en algo pesado o sin sentido. «Ten cuidado y guárdate bien de olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón mientras vivas –dice la Sagrada Escritura–; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (Dt 4,1.5-9).

Algunas veces comprenderemos las cosas precisamente a través de la obediencia, cuando esa obediencia nace del deseo de identificarnos con lo que Dios quiere. Este milagro se da sobre todo en la oración, donde el Señor nos ayuda a conformar nuestro querer con el suyo, gracias a las luces, afectos e inspiraciones que derrama en nuestras almas. Y junto a la oración, un medio indispensable es el estudio, en particular de la Sagrada Escritura y del Catecismo de la Iglesia Católica. Se trata de tesoros inagotables en los que podemos profundizar siempre más, y donde encontraremos cada vez luces nuevas para llenar de sentido todo lo que hacemos, y para dar razón a quien nos lo pida. Santa María tuvo también que esforzarse por entender. Por eso meditaba frecuentemente las cosas en su corazón (cfr. Lc 1,29; 2,19.51), preguntaba lo que no entendía (cfr. Lc 1,34; 2,48) y buscaba la orientación de quien la pudiera ayudar (cfr. Lc 1,39). Ella puede enseñarnos a ser, así, verdaderamente libres.


Francisco, Ángelus, 16-II-2014.
San Josemaría, Forja, n. 156.
Cfr. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 6.
Cfr. Francisco, Amoris laetitia, n. 127.
San Josemaría, Camino, n. 818.
Cfr. Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, Lib. 8, lect. 12, n. 6.