- La felicidad no es individualista.
- Dios quiere que todos se salven.
DURANTE una comida en casa de un fariseo, Jesús contó la parábola de los invitados a las bodas. «Un hombre daba una gran cena e invitó a muchos. Y envió a su siervo a la hora de la cena para decir a los invitados: “Venid, que ya está todo preparado”» (Lc 14, 16-17). El Señor usa este ejemplo para describir el Reino de Dios. Y una de sus características es precisamente la gratuidad. Aquel hombre no exigía nada para participar en el banquete. Ya estaba todo listo: simplemente faltaba disfrutar la velada. «Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana»[1].
Esta gratuidad es la que se da también en las relaciones familiares. Un hijo no se tiene que merecer el amor de sus padres; tampoco tendría sentido que tratara de saldar la deuda que tiene con ellos por todo el cuidado que ha recibido. Él es querido por su padre y por su madre tal como es, y ellos le ofrecerán siempre su amor, aunque muchas veces no sean correspondidos. En nuestra relación con el Señor sucede algo similar. Es Dios quien nos busca. No se conforma con tener una relación, por así decir, de justicia, atenta a que cada parte cumpla estrictamente con sus deberes. Él quiere construir con nosotros una verdadera comunión de vida, basada en el amor incondicional. Por eso mantiene en todo momento su invitación a participar en el banquete del Reino de Dios, incluso cuando hemos podido rechazarla. «A mí, a ti, a cada uno de nosotros, él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[2]. Al mismo tiempo, como señala el prelado del Opus Dei, cuando decidimos aceptar su invitación, los primeros beneficiados somos nosotros mismos. «No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»[3].
A PESAR de la gratuidad de la invitación, muchos presentaron sus excusas para ausentarse del banquete: «He comprado un campo y tengo necesidad de ir a verlo», «compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas», «acabo de casarme, y por eso no puedo ir» (Lc 14,18-20). No parece que aquellas personas sintieran desprecio por aquella cena. Sencillamente, pensaron que esos asuntos personales merecían más atención y que, por tanto, justificaban su ausencia. «Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra»[4].
La lógica del Reino de Dios es distinta a la del mundo. No es refugiándonos en nuestras propias seguridades como hallaremos la felicidad, sino dejando espacio a los demás, a las personas que nos ofrecen su invitación a estar con ellas. Si pensamos en las experiencias más bellas de nuestra vida, seguramente la mayoría habrán sido momentos compartidos con alguien. Muchos eventos habrán estado llenos de alegría e ilusión, y otros quizá habrán sido más rutinarios o, incluso, costosos, pero que conservamos en nuestra memoria con cariño porque nos recuerdan que había alguien a nuestro lado que nos acompañaba en esa situación. Mientras el individualismo lleva a pensar que el principal modo para ser feliz es disponer de seguridades que protegen nuestro espacio vital, ya sean o no materiales –el tiempo libre, el dinero, la acumulación de vivencias cada vez más emocionantes…–, Jesús nos llama a no encerrarnos y a aceptar las invitaciones de las personas que pasan a nuestro lado. Como decía san Josemaría: «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[5].
ANTE el rechazo de los comensales, el amo de la casa decidió extender su invitación a muchas más personas. «Sal ahora mismo a las plazas y calles de la ciudad –dijo a su siervo– y trae aquí a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y a los cojos». Y como aun así todavía había sitio, volvió a dirigirse a su criado: «Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa» (Lc 14, 21-23).
Otra de las características del Reino de Dios es su universalidad: ya no hay distinción «entre judío y griego; porque uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que le invocan» (Rm 10,12-13). «Dios quiere que todos se salven –comentaba el fundador del Opus Dei-: esto es una invitación y una responsabilidad, que pesan sobre cada uno de nosotros. La Iglesia no es un reducto para privilegiados»[6].
Jesús no ofreció su mensaje de salvación solo a unos pocos. Prueba de ello es que los apóstoles no se limitaron a anunciar el Evangelio a los pueblos cercanos a Israel, sino que fueron por todo el mundo entonces conocido. «¿Acaso la gran Iglesia es una exigua parte de la tierra?[7] –se preguntaba san Agustín– (...) La gran Iglesia es el mundo entero. A cualquier sitio que te dirijas, allí está Cristo. Tienes por heredad los confines de la tierra; ven, poséela toda conmigo»[8]. Allá donde nos encontremos también nosotros podemos dirigir a las personas que nos rodean la invitación del Señor a participar en su banquete. Podemos pedir a la Virgen María que nos dé un corazón como el de su Hijo, lleno de deseos por la salvación de todas las almas.
[1] Francisco, Homilía, 15-X-2017.
[2] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.
[3] Mons. Fernando Ocáriz, «Luz para ver, fuerza para querer», ABC, 18-IX-2018.
[4] Francisco, Homilía, 15-X-2017.
[5] San Josemaría, Surco, n. 795.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 263.
[7] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 21, 2, 26 (PL 36, 177).
[8] Ibíd., 21, 2, 30 (PL 36, 180).