Meditaciones: jueves de la 3.ª semana de Cuaresma

Reflexión para meditar el jueves de la tercera semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: reconocer el propio pecado; sinceridad en el examen de conciencia; reconquistar nuestra libertad.


«ESTABA expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada» (Lc 11,14). Esas son las palabras del evangelista que nos introduce, sin demasiado preámbulo, en esta escena. Esa expresión evangélica –el «demonio mudo»– se ha afianzado en la tradición espiritual de la Iglesia para describir un fenómeno que puede afectar a cualquier cristiano: la falta de sinceridad. Se trata de una actitud que en ocasiones se puede dar en nuestra vida: la dificultad para asumir algún aspecto de nuestra vida que todavía no lo hemos llenado de Cristo, y buscar ayuda para aquella conversión.

Como el demonio es el padre de la mentira, pone toda su astucia en juego para que no nos demos cuenta de nuestros errores. «Aquí hay un aspecto que nos puede engañar: al decir “todos somos pecadores”, como quien dice “buenos días”, algo habitual, incluso algo social, no tenemos una verdadera conciencia del pecado. No: yo soy un pecador por esto, esto y esto. (...) La verdad es siempre concreta»1. La sinceridad comienza con uno mismo. Como no estamos exentos de ningún mal, necesitamos acudir al Señor para ser sanados. Sobre el «demonio mudo», Jesús deja claro a sus apóstoles que «esa raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración» (Mc 9,29). Acercarnos a Dios con sencillez, invocar al Espíritu Santo, nos dará la gracia de conocernos mejor para identificarnos más con Jesucristo.


CUANDO san Josemaría pensaba en las consecuencias que podía generar aquel «demonio mudo», aquella falta de sinceridad con uno mismo y con quien nos puede ayudar, las reunía en una palabra, quizás fuerte: «mezquindades»2. En su origen, se trata de lo que lógicamente sigue a la falta del aire limpio que genera la verdad, que distorsiona no solamente la capacidad de reconocer lo real de nuestra vida sino también, quizás, en las palabras de los demás. Lo vemos justamente en quienes presencian la escena después de que el Señor obra el milagro. Algunas personas de la multitud, en lugar de sorprenderse ante ese hecho inaudito, empezaron a decir que Jesús expulsaba los demonios por el poder de Beelzebul. Otros, yendo más allá, «le pedían una señal del cielo», lo cual no deja de ser paradójico, pues acababan de presenciar un verdadero milagro.

Algunas veces sucede que, «si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder»3, también las cosas buenas de la vida, como las maravillas que Dios obra delante de nuestros ojos. Una persona así, condiciona su propia capacidad de contemplar las acciones del Señor –en uno mismo y en los demás–, e incluso, como sucede en el pasaje evangélico, tergiversa sus intenciones. De ahí que sea valioso acudir diariamente al examen de conciencia para ponernos en ese breve tiempo, que es oración, con la disposición a que el Espíritu Santo ilumine nuestra conciencia y nos empuje a buscar querer cada día más a Dios; entonces, descubriremos la hondura de su amor por nosotros, pues nos abraza como el padre del hijo pródigo cuando reconocemos con sencillez nuestra dificultades y pecados. Por eso, la Iglesia suplica cada año: «Escucha con piedad nuestras súplicas, Señor, e ilumina las tinieblas de nuestro corazón con la gracia de tu Hijo, que viene a visitarnos»4.


JESÚS, en su defensa, argumenta con una explicación que cualquiera podría entender: todo reino dividido contra sí mismo está destinado a la ruina. Él no actúa por el poder del demonio, pues no tendría sentido que Beelzebul actuara contra sí mismo. Es por eso que el Señor les anuncia directamente el punto central: ese milagro es realmente una señal de que el Reino de Dios ha llegado. Lo que esas personas han presenciado no es más que una realización de lo que había sido anunciado, y que el mismo san Lucas trae a colación en los inicios de su Evangelio: Jesús es el Ungido de Dios que ha venido a traer la libertad a los cautivos.

Y nos podemos preguntar: ¿a los cautivos de quién? Del que era más fuerte que ellos: el demonio. Es por eso que el Señor continúa su intervención con una imagen: «Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín» (Lc 11,21-22). Desde el primer pecado, el diablo había ganado terreno en la humanidad. Tuvo que venir Jesús, que es más fuerte que él, para vencerlo y devolver a las personas su tesoro más precioso: la libertad.

Identificar y expulsar el demonio mudo de nuestra vida significa proteger ese bien que nos ha regalado el Señor. Como dice el propio Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) . De ahí que la sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás, sea parte integrante de esa tarea que tenemos todos: luchar cada día por reconquistar la libertad. María Santísima, la mujer libre por excelencia, llena de gracia, nos ayudará a vivir en todo momento con la libertad propia de los hijos de Dios.


Francisco, Homilía, 29-IV-2020.
Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 188.
Ibíd.
II Lunes de Adviento, Oración colecta.