Meditaciones: domingo de la 4.ª semana tiempo ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el 4.º domingo del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Dios escogió la necedad del mundo; los caminos impensables del Señor; la debilidad es el mérito del cristiano.


A LA HORA de sacar adelante un proyecto, lo lógico suele ser rodearse de las personas más preparadas. Si uno, por ejemplo, quiere montar una empresa, lo habitual es contar con la ayuda y los consejos de gente experta. Sin embargo, Jesús, en su paso por la tierra, no parece actuar de ese modo. «No hay entre vosotros –escribe san Pablo a los corintios– muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes» (1Co 26-27).

Lo esperable hubiese sido que Jesús llamara a las personas más preparadas; aquellas, tal vez, conocidas por su piedad y su manejo de las Sagradas Escrituras. Pero como su misión no es humana, sino divina, el Señor no se fijó en lo que el mundo consideraba importante. Escogió, en primer lugar, a personas que no tenían una gran posición y se dedicaban a uno de los oficios más comunes de la época: la pesca. Quizá, de entre los doce apóstoles, san Mateo era el que más cualidades tenía a ojos de la sociedad de entonces; pero tampoco es del todo así, pues su trabajo como recaudador de impuestos lo convertía, usando palabras de san Pablo, en lo más «despreciable del mundo» (1 Co 28).

«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –decía san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios»[1]. La lógica humana no es el principal parámetro para explicar los planes divinos. Por eso, para ser apóstol lo esencial no es tener grandes talentos, sino escuchar su invitación a seguirle. Así será él quien brille a través de nuestra vida, poniendo nuestras capacidades –muchas o pocas– a su servicio.


LA LÓGICA QUE siguió Jesús de no fijarse en las cualidades humanas es la que también se refleja en el sermón de la montaña. Allí declara como bienaventurado a aquel que, a ojos del pueblo, era en realidad el más desafortunado: el pobre, el que llora, el que ha sufrido una injusticia, el perseguido… (cfr. Mt 5,1-12). Seguramente los allí presentes se sorprendieron, pues hasta entonces pensarían lo contrario. Muchos creían –como sucede también ahora– que si la vida les sonreía era porque Dios premiaba sus buenas obras; en cambio, consideraban las desgracias como consecuencia de los malos actos. Por eso se desconciertan, pues decir que el pobre es bienaventurado sería casi como afirmar que el pecador obtendrá el máximo favor de Dios.

Si con la elección de los discípulos Jesús supera los planteamientos humanos para hacer ver que es Dios quien obra, con este discurso vuelve a mostrarnos la lógica divina. No es en las realidades mundanas donde hallaremos la felicidad, sino en ser libres de abandonarnos en Dios. Por eso, es compatible sufrir la pobreza o la injusticia con ser feliz, pues lo decisivo no son las circunstancias externas, sino la cercanía con Cristo. Las bienaventuranzas nos indican un camino de felicidad libre de ataduras, que no depende del éxito, el placer, el dinero o el poder. En los santos vemos personas que, aunque no siempre cumplieran con los estándares de bienaventuranza humana, fueron dichosos en la tierra y supieron contagiar a los demás con su alegría.

«Dios, para entregarse a nosotros, elige a menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras lágrimas, los de nuestras derrotas»[2]. Es precisamente en esas situaciones donde el Señor nos manifiesta la fuerza de su salvación. Es él quien «guarda fidelidad eternamente, hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos» (Sal 146). Sin embargo, es cierto que no siempre es sencillo acoger las contrariedades de ese modo. Por eso podemos pedir a Dios que nos ayude a ver lo que el mundo considera una desgracia como camino que nos lleva a la felicidad.


¿POR QUÉ Jesús rompe tantos esquemas? Lo hacía entre quienes le rodeaban durante su paso por esta tierra y lo sigue haciendo hoy a quien quiere escucharle con sinceridad. Entre tantas razones, una de ellas es porque quiere liberarnos de nuestro afán por tener todo bajo control. Esta tendencia nos lleva a pensar que la misión de ser apóstol y vivir en santidad depende únicamente de nuestra mayor o menor capacidad de planificación, y de llevar a cabo con fortaleza ese plan. Y, aunque es cierto que el Señor cuenta con nuestro esfuerzo y con nuestra creatividad, si lo fiamos todo a nuestras capacidades es fácil caer en el desánimo, además de que, en realidad, no dejamos obrar a Dios. Por eso Jesús nos invita a superar nuestra autosuficiencia y reconocer que necesitaremos siempre su ayuda.

«Escogió Dios a lo vil –dice san Pablo–, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios» (1 Co 1,28-29). Y a continuación, citando la Escritura, el apóstol de las gentes concluye: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1Co 31). Este es, a fin de cuentas, el mérito del que puede presumir el cristiano: reconocer sus debilidades y limitaciones pero, al mismo tiempo, saber que es capaz de todo porque cuenta con la gracia de Dios.

Esta es precisamente la actitud que muestra la Virgen María en el Magníficat: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,46). Un niño no conquista a su madre mostrándose fuerte e independiente, sino reconociéndose hijo, correspondiendo a su amor con amor y pidiendo su ayuda con sencillez. Por eso podemos presentarnos ante nuestra Madre del cielo tal como somos: necesitados del apoyo y del consuelo de Dios. Así es como el Señor obrará también grandezas en nuestra vida.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 2.

[2] Francisco, Audiencia, 29-I-2020.