Evangelio del domingo: solemnidad de Cristo Rey

Comentario del domingo de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo (Ciclo C). “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. “La grandeza de Jesús no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas”.

Evangelio (Lc 23,35-43)

El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él y decían:

—Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido.

Los soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre decían:

—Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.

Encima de él había una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo:

—¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.

Pero el otro le reprendía:

—¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.

Y decía:

—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.

Y le respondió:

—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.


Comentario

La Solemnidad de Cristo Rey cierra el año litúrgico que se había iniciado con el tiempo de Adviento. Y la Iglesia propone para el evangelio de la Misa la escena de la agonía de Jesús en la cruz, en medio de las burlas de los circunstantes y con la inscripción que lo declara con publicidad e ironía como rey de los judíos.

El reino de Cristo es misterioso y aparece en esta escena como oculto. El Papa Francisco comentaba que este evangelio presenta la realeza de Jesús “de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica”. Y el Papa concluía: “la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente”[1].

San Lucas es quizá el evangelista que más ha subrayado este amor misericordioso de Jesús durante su pasión; un amor capaz de soportarlo todo para salvarnos. Es quien recoge por ejemplo el ruego de Jesús al Padre por sus verdugos (v. 34); y narra uno de los episodios lucanos más característicos: la conversión del buen ladrón, que aparece en esta escena como la primicia de la victoria de Cristo y de su misterioso reinado.

El ladrón desarrolla en este episodio las virtudes necesarias para acoger el reino de Dios. Como explica san Gregorio Magno, “tuvo fe, porque creyó que reinaría con Dios, a quien veía morir a su lado; tuvo esperanza, porque pidió entrar en su reino, y tuvo caridad, porque reprendió con severidad a su compañero de latrocinios, que moría al mismo tiempo que él, y por la misma culpa”[2]. Aquel hombre sufría los mismos tormentos que Jesús. Pero en vez de unirse a las burlas del resto y echarle en cara su aparente pasividad ante la injusticia, sabe reconocer en el nazareno, compañero de suplicio, al Hijo de Dios.

Por otro lado, el buen ladrón manifiesta una disposición fundamental demandada al otro ladrón: “¡ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios!” (v. 40). El temor de Dios significa aquí asumir con responsabilidad y sinceridad las consecuencias de los propios actos, sin echarle a Dios la culpa de ellos. Es lo que el ladrón le explica al otro malhechor: “Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal”. El temor de Dios mueve al buen ladrón a reconocer y confesar su culpa. Así pasa, mediante la contrición, del temor al amor: “¡Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino!” (v. 43). Y recibe entonces no solo el perdón de Dios sino también la promesa del paraíso. Como explica san Ambrosio, “el Señor concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él, pero el Señor le dice lo que sigue: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso". La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su reino”[3]. La actitud contrita del buen ladrón le mereció todo el amor de Dios y entrar en su reino. A propósito de esta escena san Josemaría comentaba: “He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: "Peto quod petivit latro pœnitens", y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido! “Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se "abrió" las puertas del Cielo”[4].


[1] Papa Francisco, Homilía, 20 Noviembre de 2016.

[2] San Gregorio Magno, Moralia 18,25.

[3] San Ambrosio, Catena aurea, in loc.

[4] San Josemaría, Vía Crucis, XII Estación, n. 4.

Pablo M. Edo