Evangelio del lunes: mi alma es morada de Dios

Comentario del lunes de la 5.ª semana de Pascua. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Cuando nos esforzamos por seguir dócilmente la voz del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría.

Evangelio (Jn 14,21-26)

El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.

Judas, no el Iscariote, le dijo:

—Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?

Jesús le respondió:

—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.


Comentario

En la intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y a testamento final.

Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).

Esta presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].

La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias.

Cuando de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio de las dificultades. Ojalá sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.

[2] San Agustín, Sermón 21.

Pablo M. Edo // Photo: Marc Thunis Unsplash