Agradar a Dios (VIII): apóstoles que disfrutan. Oración y misión.

En un mundo lleno de actividad, san Josemaría nos propone una "lógica" sorprendente: primero, oración y mortificación; solo después, acción. Así podremos sintonizar mejor con el apostolado que quiere Dios.

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Un padre desesperado se acerca a Jesús porque su hijo está endemoniado. Es fácil comprender su frustración: «Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,18). Es posible que los apóstoles, en medio de esa conversación, se sintieran confundidos y un poco avergonzados al contemplar su ineficacia. En ocasiones anteriores habían podido expulsar demonios pero aquel día su experiencia no fue suficiente. De una manera similar, ¿cuántas veces a nuestra vida de apóstoles aparentemente no llegan los frutos que deseamos? ¿Cuántas veces Jesús tiene que repetirnos su reproche firme –«¡generación incrédula!» (Mc 9,19)– pero, a la vez, lleno de cariño e ilusión?

Jesús, sin embargo, no se queda en aquella observación, sino que añade rápidamente: «Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza… nada os sería imposible» (Mt 17,20). Para lograr esa confianza, esa fe diminuta pero suficiente, es necesaria una vida centrada en la fuerza de Cristo. Y para ello solo tenemos un camino: «Esta raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración» (Mc 9,29). En estas pocas frases se esconde el modo en que Dios quiere que colaboremos con su afán de salvar a todos los hombres. Jesús no busca dar simplemente una receta para nuestra eficacia sino mostrarnos un modo distinto de enfocar la tarea; Jesús nos habla de fe y de oración. Desde aquel momento, desde que comprendieron aquella lógica, los apóstoles se sienten capaces de afrontar cualquier desafío. Saben que la misión no depende solo de ellos. Son conscientes de que serán portadores de ese amor de Dios que ansía la felicidad de cada uno de sus hijos.

El sentido de ese primer lugar

Los que hayan tenido la suerte de participar en la canonización de san Josemaría, posiblemente no habrán olvidado un detalle entrañable que tuvo san Juan Pablo II durante la homilía. Pudieron escuchar, en aquel momento tan importante, un punto de Camino que habrían meditado muchas veces. Con su voz grave recordó: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción»[1]. En un mundo como el nuestro, marcado por el exceso de actividad, es un orden que nos sorprende. Y, sin embargo, tiene todo el sentido del mundo. Porque la oración y la mortificación –oración de los sentidos– en realidad nos abren a la acción de Dios, nos lanzan a la misión de Cristo. En la lógica de ese orden propuesto por san Josemaría late la fuerza del Espíritu Santo ya que solo él sabe pedir como nos conviene (cfr. Rm 8,26).

Si rezamos nos desprendemos de lo que hacemos nosotros, de nuestras seguridades. Si rezamos nos fiamos de Cristo, buscamos hacer su obra; manifestamos nuestro deseo de trabajar por él, con él y en él. No nos importan el cansancio, ni las dificultades, ni el éxito aparente o su ausencia. Si, por el contrario, priorizamos la acción, corremos el riesgo de pensar que somos nosotros los que transformamos a nuestros amigos. Entonces, nuestra inseguridad busca la seguridad en los resultados. Queremos tener la certeza de que lo estamos haciendo bien. Pero esa mirada es generalmente superficial, de corto alcance; a esa mirada posiblemente le falta el grano de mostaza del que habló Jesús a sus discípulos.

La tentación de ponernos a nosotros en primer lugar puede hacerse presente también, de modo más sutil, incluso en nuestra oración. Esto se da cuando pensamos que es necesario convencer a Dios, merecer los frutos o estar a la altura. Sin querer, a veces entendemos nuestra plegaria como algo que hacemos exclusivamente nosotros. Nos situamos enfrente de Cristo y no junto a él; o, mejor todavía, no nos situamos en él. No es difícil que, entonces, interpretemos nuestra oración o nuestra acción como una moneda para comprar frutos apostólicos. En sentido contrario, san Agustín explica que Dios «pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante»[2]. En definitiva, nuestra oración nos prepara para desear unirnos a los planes de Cristo, sean los que sean.

Puede ayudarnos a dar la vuelta a esa mentalidad comercial en la oración algo que narraba san Josemaría: «En 1940, en la playa de Valencia, pude ver cómo unos pescadores –recios, robustos– arrastraban la red hasta la arena. Un niño pequeño se había metido entre ellos, y tratando de imitarles, tiraba también de las redes. Era un estorbo: pero observé que la rudeza de aquellos hombres de mar se enternecía, y no apartaban al pequeñín, dejándole en su ilusión de ayudar en el esfuerzo. Os he contado muchas veces esta anécdota porque a mí me conmueve pensar que Dios Nuestro Señor nos deja a nosotros también poner la mano en sus obras, y nos mira con ternura al ver nuestro empeño en colaborar con Él»[3].

La oración nos ayuda precisamente a comprender el privilegio de esa elección, la suerte que nos ha tocado al participar en esa misión. Cristo quiere que nos sintamos colaboradores suyos y que, en nuestra pequeñez, lo seamos realmente. De que nos animemos a poner nuestras manos en las redes de Cristo «dependen muchas cosas grandes»[4]. Después, es él quien lo hará todo y, además, nos ofrece a menudo también el premio: «Ni tan siquiera vimos la batalla y, con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó, y nosotros quienes hemos sido coronados»[5]. Cristo nos regala la capacidad de disfrutar de la misión, de llevarnos la mejor parte, de apuntarnos el tanto, también cuando algunas veces no veamos exteriormente los frutos. Dios ha prometido que sus elegidos «no trabajarán en vano» (Is 65,23) y su promesa debería bastarnos.

Para que sean felices

San Josemaría estaba a punto de abandonar uno de sus refugios durante la guerra civil española cuando dirigió la meditación en voz alta a los que le acompañaban. Les contó un proyecto que llevaba muy dentro: deseaba escribir, cuando fuera posible, un pequeño librito que titularía Tratado de la felicidad o, simplemente, De la felicidad. Les leyó el posible inicio: «Jesús y yo queremos que seas feliz, aquí y en el otro mundo»[6]. Aunque ese libro no llegó a ver la luz, ese comienzo vale la pena por sí solo. Así podría definirse nuestra misión como apóstoles: junto a Jesús, tratar de hacer felices a los demás.

Cristo desea hacernos canales de su gracia, de sus milagros; al llamarnos a su barca nos ha regalado la sed de su corazón. Todos tenemos, gracias al bautismo, alma sacerdotal, es decir, la capacidad de ser mediadores; nos ha enviado para dar fruto y para que nuestro fruto dure (cfr. Jn 15,16). Y justamente eso es lo que significa disfrutar: percibir o gozar los productos y utilidades de algo. Es posible que algunas veces nos fijemos solo en las dificultades. Es, entonces, la hora de rezar, de descubrir que el protagonista es el Espíritu Santo. Es el tiempo de la oración y del sacrificio que, aunque podrían parecer poco eficaces, en realidad son el remedio de los males más profundos que afligen al mundo. Otras veces, en cambio, sí veremos el fruto de nuestros esfuerzos y nos llenaremos de acciones de gracias. En ambos casos Dios quiere que gocemos de nuestra misión, que la saboreemos, que paladeemos el amor de Jesús por las almas.

Sucede que cuando rezamos nos vamos llenando de aquella locura de su corazón, la que le movió a abajarse hasta hacerse uno como nosotros; la locura que le llevó a Belén y que le condujo a la cruz; la locura que le mantiene en el sagrario esperándonos. «El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer»[7]. Y, lleno de ese fervor, el apóstol se lanza a la aventura de compartir su experiencia, compartir la felicidad de Dios, la felicidad de un creador arrebatado por el frágil cariño de sus criaturas. Es tan sencillo acompañarle, perseverar junto a él: bastan la oración y el sacrificio, algo asequible, al alcance de cualquier fortuna.

El apostolado de soñar

El Papa nos pide «soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, querer comerse el mundo, ser capaz de aceptar propuestas desafiantes»[8]. Soñar es gratis pero, para hacerlo, también hace falta que demos prioridad a la oración. En ese sentido, la santa Misa puede ser el lugar idóneo ya que se trata de la inmensa posibilidad que tenemos de introducirnos en la plegaria, en la entrega y en el agradecimiento de Jesucristo.

El beato Álvaro nos recuerda esta gran oportunidad, ya que «en la Santa Misa hallamos el remedio para nuestra debilidad, la energía capaz de superar todas las dificultades de la labor apostólica. Convenceos: para abrir en el mundo surcos de amor a Dios, ¡vivid bien la Santa Misa! Para llevar a cabo la nueva evangelización de la sociedad, que nos pide la Iglesia, ¡cuidad la Santa Misa! Para que el Señor nos mande vocaciones con divina abundancia y para que se formen bien, ¡acudid al Santo Sacrificio!: ¡importunad un día y otro al Dueño de la mies, bien unidos a la Santísima Virgen, llenando de peticiones vuestra Misa!»[9]. Cuando estamos de frente al altar del santo sacrificio es un momento ideal para soñar, para pedir sin cansarnos. Cuando rezamos con Cristo —y eso es lo que hacemos en la santa Misa— nos atrevemos nuevamente a lanzar la red en el mismo lugar donde tal vez ya hemos fracasado anteriormente, cuando trabajábamos solos.

El verdadero apóstol está centrado en su maestro y el solo hecho de trabajar en su viña, junto a él, es ya el mejor salario (cfr. Mt 20,1-16). Por eso, al invitar a otros para que se unan en su tarea, el apóstol ciertamente «insiste con ocasión y sin ella» (2 Tm 4,2), pero lo hace con la creatividad del amor que sugiere y que abre horizontes. Precisamente porque lo que desea es hacer felices a sus amigos, no les obliga. Si algún día tenemos que insistir, no estamos siendo pesados con los demás, puesto que no hacemos más que seguir el suave mandato de Cristo. El apóstol busca seguir el mismo estilo de un Dios enamorado pero respetuoso y delicado, enemigo de forzar ninguna conciencia; ese estilo es el que más atrae, el que más empuja.

San Josemaría también invitaba a la gente que le rodeaba a soñar en grande porque sabía que, cuando lo hacemos, nos encendemos, se enciende un fuego que nos da ánimos para poner en juego nuestros talentos. Por eso, nos equivocaríamos si contraponemos oración y acción. Sería igual de erróneo pensar que todo depende de la acción, como conformarnos con una oración que no nos moviera a hacer lo imposible por acercar a un alma a Jesús. Quizá esto segundo puede ser en ocasiones más difícil porque conocemos bien nuestras resistencias y nuestra tendencia a la comodidad. Sin embargo, nuestro trabajo de apóstoles, incluso cuando nos sentimos «siervos inútiles», siempre da fruto (cfr. Lc 17, 10).

Los frutos, pues, no se compran. No solo valen mucho más de lo que nunca podremos reunir, sino que ni siquiera están a la venta: son gratis y Dios los concede cuando quiere y como quiere, ya que «vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6,8). Podríamos decir que los frutos se sueñan. En ese sentido, el principal fruto de la oración y de la mortificación se queda en nosotros. La relación con Jesús que puede surgir de ese abandono en él nos libera de la tentación de pensar que todo depende de nosotros.

Almas animosas

Puede suceder que, con más frecuencia de la que pensamos, vivamos nuestra misión con una perspectiva que tiene poco en cuenta los tiempos y los modos de Dios. Aquello nos puede suceder, por ejemplo, cuando la aparente falta de frutos nos quita la paz o nos entristece. Quizá puede manifestarse en la poca audacia para emprender iniciativas nuevas o cuando nos apegamos a algunos modos de hacer que nos dan seguridad. No es difícil que, entonces, a veces surja en nosotros la tendencia a reprochar a los demás su falta de compromiso o a juzgar interiormente. Pero estas actitudes no son propias de un apóstol porque no son las actitudes que tuvo Cristo. Al contrario, como dice santa Teresa, «conviene mucho no apocar los deseos, pues Su Majestad es amigo de almas animosas»[10]. El verdadero apóstol lo es veinticuatro horas al día. Ha comprendido con profundidad su misión y de dónde proviene la eficacia. Sabe que Dios cuenta con su libertad y que, al mismo tiempo, todo depende de la gracia, que es un misterio. Sueña con lo que el amor de Dios puede hacer en el mundo y procura poner todo lo que está de su parte por hacerlo presente entre la gente que tiene cerca.

San Josemaría, después de hablar del título del librito que quería escribir, relataba las líneas generales de su naciente proyecto: «Sin estilo machacón, sin el tono pretencioso de quien pretende escribir máximas, anotaría tres o cuatro ideas madres con lenguaje afectivo, familiar, que sonasen como confidencias en los oídos»[11]. Esa es nuestra misión: ayudar a Cristo a remover y caldear los corazones. Algo que exige, más que ninguna otra cosa, un ambiente de afecto, de cercanía y, en una palabra, de amistad.

* * *

Con la oración y con la mortificación nos liberamos de hacer solo nuestra misión y, en cambio, la sumamos a la de Cristo. Entendemos, por fin, su forma de salvar, su respeto exquisito de la libertad, su modo de invitar y su paciencia para esperar. Jesús nos libera de nosotros mismos para hacernos fecundos, felices, para que disfrutemos con su misión. Podemos acudir a la reina de los apóstoles, maestra de oración, para que nos ayude a disfrutar de esta inmensa alegría: «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra»[12].

Diego Zalbidea


[1] San Josemaría, Camino, n. 82.

[2] San Agustín, Carta 130.

[3] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 65.

[4] San Josemaría, Camino, n. 755.

[5] San Juan Crisóstomo, Sobre el cementerio y la cruz, 2: PG 49, 396.

[6] San Josemaría, Crecer para adentro, p. 273.

[7] San Josemaría, Camino, n. 934.

[8] Francisco, ex. ap. Christus vivit, n. 15.

[9] Beato Álvaro, Carta 1-IV-1986.

[10] Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 2-3.

[11] San Josemaría, Crecer para adentro, p. 273.

[12] San Josemaría, Camino, n. 502.