Como en una película: Al borde del camino

Nos metemos en la piel del ciego Bartimeo en el día que supuso un antes y un después en su vida.

Entre los muchos recursos técnicos a disposición del director de una película, se encuentra el de adoptar el punto de vista de un personaje, es decir, presentar las escenas poniéndose en su lugar e imitando su percepción. Por ejemplo, si se filma un diálogo entre dos personas, la cámara puede limitarse a ofrecer una perspectiva externa, mostrando a los dos interlocutores desde una cierta distancia, o alternar un primer plano de uno u otro, para ver sus reacciones, o concentrarse en uno solo, mostrando sus gestos y dejando que se oiga lo que está pensando.

Análogamente, el escritor de un relato puede narrarlo de una manera externa, sin adoptar la posición de ningún personaje, o puede presentarnos las cosas tal como las ve u oye uno de ellos. Cuando san Josemaría aconsejaba meterse en el evangelio «como un personaje más», nos estaba animando a leer los textos como si estuviéramos dentro de la escena. En ocasiones, el relato mismo nos ayuda a entrar en él, precisamente cuando se narra la acción adoptando el punto de vista de uno de los personajes.

Hay pasajes del evangelio que se prestan a considerarlos bajo estas técnicas cinematográficas. Nos podemos imaginar la curación de Bartimeo (cfr. Mc 10,46–52) preguntándonos: ¿Dónde estaría situada la cámara? ¿Qué tipo de plano utilizaría? ¿A quién estaría enfocando? ¿Qué recorrido haría? De este modo, considerando esta escena como una película, quizá descubriremos algunos aspectos en los que antes no habíamos reparado.

Saliendo de Jericó

San Marcos introduce el episodio diciendo que Jesús y sus discípulos «llegan a Jericó», ciudad situada en el valle del río Jordán y a veinticinco kilómetros de Jerusalén, que es hacia donde se dirige Jesús. Sin contarnos nada de lo que haría dentro de esta ciudad, el evangelista añade inmediatamente: «Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna» (Mc 10,46). Podemos imaginar esta situación como si fuera una escena filmada desde algunas decenas de metros de distancia, de tal manera que consigue encuadrar a dos personas que no están juntas: por un lado se ve al Señor saliendo de la ciudad, rodeado de mucha gente; por el otro, se distingue a un ciego que pide limosna junto al camino. Jesús se encuentra en movimiento; el ciego, en cambio, está sentado. También se puede pensar en una sucesión de imágenes: primero vemos al Maestro y a la muchedumbre; después la cámara se mueve a lo largo del camino hasta detenerse para ofrecer un primer plano del ciego. La indicación de su nombre –Bartimeo– seguida de su traducción –hijo de Timeo– acentúa su singularidad. Quizá hay también un toque de ironía, pues Timeo significa honrado, estimado.

A continuación, la cámara adopta un primer plano del ciego. Poco a poco se va acercando hacia él, hasta que resulta posible distinguir su voz: «Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!”» (Mc 10,47). Tras enterarse de quién es el causante de la agitación que percibe, Bartimeo reacciona con un clamor que no solo es una petición de misericordia, sino también una confesión: él oyó “Jesús Nazareno”, pero lo proclama como “Hijo de David”, adelantándose a las aclamaciones de la gente cuando el Señor entraría en Jerusalén.

Bartimeo sigue en el centro de la escena. La narración nos ha metido en la piel de nuestro personaje, de manera que ahora no solo lo vemos de cerca, sino que también oímos lo mismo que él. Ajetreo. El tumulto de la muchedumbre que se acerca. Las pisadas en la arena del camino. Comenzamos a escuchar también los gritos de los que tratan de silenciarlo. «¡Cállate! ¡Deja de molestar al Maestro! ¡Sigue a lo tuyo!».

No terminamos de entender por qué la gente no quería que Bartimeo abriese la boca. Pero él no se echa para atrás, y repite el mismo clamor con más fuerza si cabe: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!» (Mc 10,48).

Desconocemos qué es exactamente lo que quiere de Jesús, aunque lo podemos intuir. Tampoco sabemos por qué lo reconoce como Mesías. En cualquier caso, su modo de actuar muestra a un hombre que no es pusilánime ni cobarde. No se deja arrastrar por el ambiente. Sabe que el Mesías esperado está pasando por delante de él, y no puede dejar que escape esta oportunidad. «¿La gente me dice que me calle? ¡No puedo!». A Bartimeo le pudieron más las ganas de gritar que las de callar por miedo al qué dirán. «¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: ”Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí?” ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!» [1].

Un temblor del corazón

La cámara hace un rápido movimiento para mostrarnos al Señor, que ha oído los gritos y detiene su caminar: «Se paró Jesús y dijo: “Llamadle”» (Mc 10,49). El Maestro había oído esa súplica llena de fe y lo manda traer: quiere hablar con él, escucharle, saber qué es lo que quiere. Cuando la reacción de las personas que le rodeaban era la de hacer callar al ciego, Jesús responde llamándole. A Él no le molesta que le pidamos ayuda, porque ha venido precisamente para salvarnos.

Con otro veloz cambio de plano, volvemos de nuevo al lugar donde se encuentra sentado Bartimeo y escuchamos con él la invitación a ir a Jesús: «Llamaron al ciego diciéndole: “¡Ánimo!, levántate, te llama”» (Mc 10,49). El Papa nos ayuda a imaginar lo que sentiría en ese momento Bartimeo: «Un temblor se apodera del corazón, porque se da cuenta de que es mirado por la Luz, por esa luz cálida que nos invita a no permanecer encerrados en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús permite sentir que, lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados de salvación, y esto es el inicio de la curación del corazón»[2].

Tras la llamada de Jesús, la vivacidad del relato aumenta y el ritmo de la acción se acelera aún más: Bartimeo –se nos dice–, «arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús» (Mc 10,50). Para comprender la magnitud de este gesto, conviene traer a la memoria un precepto de la ley de Moisés sobre los préstamos: «Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de que el sol se ponga, porque es su única ropa y con ella abriga su piel; si no, ¿con qué va a dormir?» (Éx 22,25–26). El manto era la casa de este ciego, el lugar donde se acostaría para pasar la noche. Sin embargo, ante la llamada del Señor, no duda en prescindir de lo único que tiene. «No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe»,[3] comenta san Josemaría. Este detalle del manto, pequeño en apariencia, nos invita a pensar: ¿cómo reacciono cuando noto que Jesús me pide algo?

Cara a cara

No vemos el recorrido hecho por Bartimeo desde que se levanta hasta que llega al Señor. Su movimiento ha sido tan rápido que la cámara nos lo muestra enseguida junto a Cristo. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?» (Mc 10,51). La pregunta es idéntica a la que le había dirigido a Santiago y Juan en el episodio inmediatamente anterior (cfr. Mc 10,36). En esa ocasión, la petición de los dos hermanos –sentarse a la derecha y a la izquierda en su reino– no había sido aceptada, porque no sabían lo que pedían. ¿Cómo reaccionará el Maestro esta vez?

«”Rabboni, que vea”, le respondió el ciego». No pide dinero, como solía hacer junto al camino, sino un don mucho más grande y difícil. La petición de Bartimeo, la misericordia que pedía a gritos al Hijo de David, consiste en volver a ver. De nuevo le sale espontáneo dirigirse al Señor, hablar con Él, decir lo que piensa sin tapujos, con sencillez. Con esas mismas palabras san Josemaría rezó en varias ocasiones. «¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla».[4]

Un antes y un después

Jesucristo escucha la petición del ciego y no la rechaza: «Entonces le dijo: “Anda, tu fe te ha salvado”. Y al instante recobró la vista» (Mc 10,52). La declaración de Jesús nos revela el punto más importante del episodio, porque interpreta con autoridad la conducta de Bartimeo. Su perseverancia en la oración, su prontitud para obedecer la llamada y su desprendimiento de todo lo que posee no eran consecuencia de un carácter irreflexivo, de ambiciones personales o de afán de protagonismo, sino de su fe. Por eso, no sorprende la frase con la que san Marcos concluye el relato: «Y le seguía por el camino» (Mc 10,52). La fe que movió a Bartimeo a pedir con insistencia y a superar las dificultades lo lleva finalmente a transformarse en un discípulo, que se pone en marcha detrás de Jesús en el camino que sube de Jericó a Jerusalén, el camino que lleva a la cruz.

«Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba».[5]

¡Cómo sería la vida de Bartimeo después de este encuentro! El evangelio no nos vuelve a hablar de él, pero podemos imaginar que habrá sido un antes y un después. Ya no estaría al borde del camino pidiendo limosnas, sino que saldría al paso de la gente para contarles lo que había significado en su vida ese momento con Jesús. Si antes no podía callar cuando sabía que el Mesías estaba cerca, ¿qué no haría después de haber sido llamado y curado por el Maestro? «También nosotros –dice el Papa–, cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo la luz para mirar el futuro con confianza, reencontramos la fuerza y el valor para ponernos en camino»[6].

Juan Carlos Ossandón // Photo: Egor Myznik - Unsplash


[1] Amigos de Dios, n.195.

[2] Francisco, Homilía, 4-III-2016.

[3] Amigos de Dios, n. 196.

[4] Ibid., n.197.

[5] Ibid., n.198.

[6] Francisco, Homilía, 4-III-2016.