Nuevo ciclo de catequesis sobre el Espíritu Santo

El Papa Francisco ha comenzado este miércoles un nuevo ciclo de catequesis. En la primera ha explicado cómo es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia, su Esposa, y al pueblo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, con esta catequesis, iniciamos un ciclo de reflexiones con el tema "El Espíritu y la Esposa —la Esposa es la Iglesia—. El Espíritu Santo conduce al pueblo de Dios a Jesús, nuestra esperanza". 

Haremos este recorrido a través de las tres grandes etapas de la historia de la salvación: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el tiempo de la Iglesia. Siempre con la mirada fija en Jesús, que es nuestra esperanza.

En estas primeras catequesis sobre el Espíritu en el Antiguo Testamento, no haremos "arqueología bíblica". Al contrario, descubriremos que lo que se da como promesa en el Antiguo Testamento se ha realizado plenamente en Cristo. Será como seguir la trayectoria del sol desde el amanecer hasta el mediodía.

Empecemos por los dos primeros versículos de toda la Biblia: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desierta y sin forma, y las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas" (Gn 1,1-2). El Espíritu de Dios se nos presenta como el poder misterioso que hace que el mundo pase de su estado inicial informe, desierto y sombrío a su estado ordenado y armonioso. 

Porque el Espíritu hace la armonía, la armonía en la vida, la armonía en el mundo. En otras palabras, es Él quien hace la transición del caos al cosmos, es decir, de la confusión a algo bello y ordenado. Este es, de hecho, el significado de la palabra griega kosmos, así como de la palabra latina mundus, es decir, algo bello, ordenado, limpio, armonioso, porque el Espíritu es armonía.

Este indicio aún vago de la acción del Espíritu en la creación se hace más preciso en la revelación siguiente. En un salmo leemos: "Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca todo su ejército" (Sal 33,6); y de nuevo: "Envía tu espíritu Señor y renueva la faz de la tierra" (Sal 104,30).

Esta línea de desarrollo se hace muy clara en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación, utilizando precisamente las imágenes que leemos en relación con el origen del mundo: la paloma que se cierne sobre las aguas del Jordán en el bautismo de Jesús (cf. Mt 3,16); Jesús que, en el Cenáculo, sopla sobre los discípulos y les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22), igual que al principio Dios sopló su aliento sobre Adán (cf. Gn 2,7).

El apóstol Pablo introduce un nuevo elemento en esta relación entre el Espíritu Santo y la creación. Habla de un universo que "gime y sufre como con dolores de parto" (cf. Rm 8,22). Sufre a causa del hombre, que lo ha sometido a la "esclavitud de la corrupción" (cf. vv. 20-21). Es una realidad que nos concierne de cerca y dramáticamente. El Apóstol ve la causa del sufrimiento de la creación en la corrupción y el pecado de la humanidad que la ha arrastrado a su alejamiento de Dios. Esto sigue siendo tan cierto hoy como entonces. Vemos los estragos que la humanidad ha causado y sigue causando en la creación, especialmente en aquella parte de ella que tiene mayor capacidad para explotar sus recursos.

San Francisco de Asís nos muestra una hermosa salida para volver a la armonía del Espíritu: la vía de la contemplación y de la alabanza. Quiso que de las criaturas surgiera un cántico de alabanza al Creador. Recordemos: "Alabado seas, Señor mío...", el cántico de Francisco de Asís.
Un salmo (18,2) dice así: "Los cielos cuentan la gloria de Dios", pero necesitan al hombre y a la mujer para dar voz a su grito silencioso. 

Y en el "Santo" de la Misa repetimos cada vez: "Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria". Están, por así decirlo, "encintos" de ella, pero necesitan las manos de una buena comadrona para dar a luz esta alabanza suya. Nuestra vocación en el mundo, nos recuerda de nuevo Pablo, es ser "alabanza de su gloria" (Ef 1,12). Es anteponer la alegría de contemplar a la alegría de poseer. Y nadie se ha alegrado más de las criaturas que Francisco de Asís, que no quería poseer ninguna.

Hermanos y hermanas, el Espíritu Santo, que en el principio transformó el caos en cosmos, está trabajando para llevar a cabo esta transformación en cada persona. Por medio del profeta Ezequiel, Dios promete: "Os daré un corazón nuevo; pondré un Espíritu nuevo dentro de vosotros... Pondré mi Espíritu en vosotros" (Ez 36,26-27). Porque nuestro corazón se parece a aquel abismo desierto y oscuro de los primeros versículos del Génesis. 

En él se agitan sentimientos y deseos opuestos: los de la carne y los del espíritu. Todos somos, en cierto sentido, ese "reino dividido en sí mismo" del que habla Jesús en el Evangelio (cf. Mc 3,24). A nuestro alrededor podemos decir que hay un caos externo, un caos social, un caos político: pensemos en las guerras, pensemos en tantos niños que no tienen qué comer, en tantas injusticias sociales, éste es el caos externo. 

Pero también hay un caos interior: el interior de cada uno de nosotros. El primero no puede curarse si no empezamos a curar el segundo. Hermanos y hermanas, hagamos un buen trabajo para que nuestra confusión interior se convierta en una claridad del Espíritu Santo: es el poder de Dios el que lo hace, y abramos nuestros corazones para que Él pueda hacerlo.

Que esta reflexión suscite en nosotros el deseo de experimentar el Espíritu Creador. ¡Desde hace más de un milenio, la Iglesia ha puesto en nuestros labios el grito por él: "Veni creator Spiritus!", ¡Ven, oh Espíritu Creador! Visita nuestras mentes. Llena de gracia celestial los corazones que has creado". Pidamos al Espíritu Santo que venga a nosotros y nos haga personas nuevas, con la novedad del Espíritu. Gracias.

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