La espera de una señal de humo es singular. Especialmente si es una opción binaria: negro o blanco, 0-1. Trillones de secuencias 0-1 por milisegundo determinan el modo de estar hoy en el mundo. Una sola, 0-1, atrae a cientos de millones de personas por dos días; y al resolverse, desencadena al instante una universal explosión de emociones.
Emociones que no parecen, por cierto, reducibles a secuencias 0-1. Esa concreta comunicación por señales de humo, indiscutiblemente vetusta e ineficiente, libera algo nuevo: un Papa para la Iglesia católica, querido y celebrado antes de conocerlo. En las grandes plataformas mediáticas se discuten facciones y tendencias; en el corazón de los creyentes habita una fe que trasciende la lógica humana.
Se da un fenómeno único: nace un padre. La muerte de Francisco y la elección de León XIV se inserta en una sucesión que hace la vez 267 desde un cierto Pedro de Galilea, introduce una novedad o quizás, mejor, la manifiesta. En la jerga de quien escribe, tal evento no sería más que «la provisión del oficio primacial en virtud de una elección canónica regularmente celebrada después de la vacante, seguida de la aceptación del electo».
Lo demás sería contorno. En la Plaza de San Pedro, hay más, mucho más. Multitud de idiomas, de historias, de colores, de edades, de estilos. Una vitalidad con frecuencia ausente en los análisis de los grandes acontecimientos sociales. Una Iglesia de 2000 años, a la vez, anciana y joven.
Una cadena mundial de interés que convoca a miles de periodistas y una sorpresiva atracción por los detalles de unas formas insólitas, que traslucen una fuerza que parecía apagada.
El evento, en su simbología, apunta en dos direcciones. La primera, hacia lo profundo y lo ulterior. Millones de personas toman conciencia de un evento personal que les acontece y toca su interior. La pena común de la pérdida de un padre y la alegría común de un reencuentro que, porque podía ocurrir, debía ocurrir.
No es una repetición o un automatismo, sino la manifestación de una promesa que viene de lo ulterior, para muchos de lo Alto, y para tantos, de Dios Padre que provee.Profundo y ulterior, toca el corazón. La Iglesia en la tierra es una realidad viva: lo han visto desde Pablo de Tarso a Adam Möhler, Joseph Ratzinger, y tantos otros.
La segunda dirección apunta a saberse parte de una tradición viva. El papa Francisco recordó en varias ocasiones que «la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego». Quienquiera que lo haya dicho por vez primera, quizás Moro, Franklin o Mahler, habla del deseo de vivir como parte de una historia más grande.
La Vida, con mayúscula, si de la Iglesia se trata. La sucesión en la Cabeza visible de la Iglesia —porque la invisible es Jesucristo—, después de unos días de suspensión de toda circulación sanguínea, supone la afirmación de querer perdurar y crecer. De dar forma a una nueva esperanza.
En los días de sede vacante, el fenómeno fue extremo por paradójico. Decenas de miles de adolescentes, venidos para la celebración de la santidad de uno de ellos, el italiano Carlo Acutis se encuentran de repente en un funeral. Compostura… pero la vida tira más que la muerte y saben que cuentan con el «permiso» del difunto papa que en 12 años no quiso otra cosa que transmitir la alegría de evangelizar.
El cambio de planes no les roba la sonrisa, aunque sus lágrimas estén presentes en este momento bisagra. Y los chicos y chicas, con su propio estilo, se dan cuenta… por supuesto que se dan cuenta.
Unos días después, León XIV proclama: «Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su «fiel administrador» en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia, faro que ilumina las noches del mundo.
Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones, sino por la santidad de sus miembros, de ese 'pueblo adquirido para anunciar las maravillas de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz'».
La llamada a la santidad de los imperfectos, en una Iglesia imperfecta. Francisco lo recordó de muchos modos (aun con sus propias imperfecciones, podrían pensar algunos). Eso de la «clase media de la santidad». León toma el testigo volviendo a la luz y al fuego originarios, desde la loggia de San Pedro: «¡La paz esté con vosotros!
Este es el primer saludo del Cristo Resucitado, el buen pastor que dio su vida por el rebaño de Dios». En el fragor de esta primavera romana parece que se avecinan tiempos de fecundidad, en un campo sediento en el que despuntan brotes nuevos. El mundo en el que la Iglesia vive, atravesado de heridas y fracturas, de guerras actuales y amenazadas (resuena la «paz desarmada y desarmante») espera mucho de los cristianos. De los de a pie.
Se cuenta entre ellos el propio Sucesor de Pedro, que con teología agustiniana se presentó con aquella fórmula milenaria: «con ustedes soy cristiano y para ustedes, obispo». El arzobispo de París ya ha convocado un sínodo provincial para que las iglesias locales, obispos y fieles todos, de los alrededores de la Ciudad de la Luz se arremanguen para acoger a los miles de nuevos bautizados que en los últimos años han llamado a las puertas de la Iglesia.
En varios países del mundo postsecular, los jóvenes son más creyentes que los adultos. El paradigma del poder y del consumo lee una partida de ajedrez: suma cero, lo que uno gana, el otro lo pierde. En realidad, la señal de humo comunica, por mediaciones volátiles y frágiles, un impulso que persiste en un cuerpo vivo, la Iglesia de Jesús de Nazaret: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
En Italia se ha llamado ya a León XIV, con este gusto local por el inglés, 'The mild Pope' (el Papa apacible). Probablemente en contraste con la fascinación por las formas de las recientes producciones cinematográficas sobre el papa de Roma. Formas que serían vetustas y vanas si, en su singularidad, no estuvieran apuntando, para el hombre y la mujer de hoy, hacia un nuevo modo de vivir: uno que no busca el espectáculo, sino la conexión con el misterio.
Un modo real donde, más allá de inteligencias improbables, el 0-1 está relacionado con una épica historia de salvación que nos incluye a todos.