EN ESTE VIERNES, último del tiempo ordinario, dice Jesús en el Evangelio: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33). Aunque en aquel momento hablaba concretamente de la profecía sobre la ruina de Jerusalén, la palabra de Dios incide cada vez que la escuchamos en la oración, en la liturgia, en la lectura de la Sagrada Escritura… Si no ofrecemos resistencia, nos transforman poco a poco por dentro, no pasan sin cambiar las cosas. «El Señor dijo “hágase la luz”, y se hizo» (Gén 1,3), dicen los primeros versículos del Génesis.
San Josemaría, al repasar con atención la vida de Cristo, afirmaba que «para todos tiene una palabra, para todos abre sus labios dulcísimos; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza, con ese hecho maravilloso, único, de un Dios que convive con los hombres. Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras, en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob»1.
Las palabras del Señor no pasarán porque siempre encuentran un camino concreto para llegar hasta lo más profundo de cada uno de nosotros. «Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada hay más verdadero que esta palabra de verdad», repetimos en el himno Adoro Te devote, porque Cristo mismo es la verdad.
DIOS HA QUERIDO quedarse cerca de nosotros de muchas maneras, y una de ellas es en la Sagrada Escritura. «La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque –dice el Deuteronomio– no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cfr. Dt 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida (...). La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja “en paz”. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. “Conviértanse”, dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa solo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano»2.
La lectura de la Sagrada Escritura es, a la vez, cercanía con Dios y cercanía con los demás; es una lectura que nos transforma y nos acerca a quienes nos rodean. «Al abrir el santo Evangelio –aconsejaba san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra, obras y dichos de Cristo, no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” ¡La voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos»3.
«AFIRMABA SAN IRENEO: “Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad”. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad (...), la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»4.
En la Sagrada Escritura habla el Espíritu Santo, el mismo Consolador que Jesús prometió que nos enviaría hasta el final de los tiempos (cfr. Jn 15,26). Por eso, allí se nos revelan las mismas verdades que Dios suscita en nuestro interior. «La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que solo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»5.
La lectura del Evangelio nos impulsa por caminos nuevos y nos adentra, junto a Jesús, en el conocimiento sobre quién somos verdaderamente: hijos de un mismo Padre. En este camino nos acompaña María. Aunque, como dice san Juan Pablo II, «hubiéramos deseado indicaciones más abundantes que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús», tenemos varios relatos de la infancia de Cristo y pasajes que nos indican cuál era el lugar de María en la comunidad cristiana. Dejémonos acompañar por ella en nuestra lectura de la Sagrada Escritura6.
1 San Josemaría, Cartas 4, n. 2.
2 Francisco, Homilía, 24-I-2021.
3 San Josemaría, Forja, n. 754
4 Francisco, Evangelii gaudium, n. 11
5 Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 23
6 San Juan Pablo II, Audiencia, 8-XI-1995.