Meditaciones: 3.º domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Reflexión para meditar el tercer domingo de Cuaresma. Los temas propuestos son: atravesar junto a Dios los momentos de prueba; la sed de Jesús; una necesidad de la samaritana.


QUIZÁ PASADA YA la emoción por haber sido liberado de la esclavitud, el pueblo de Israel, torturado por la sed, comienza a murmurar contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos morir de sed, a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17,3). A pesar de haber sido testigos de las maravillas de Dios, su presencia se hace menos evidente y, con el pasar del tiempo, les asaltan dudas: «¿Está el Señor entre nosotros, o no?» (Ex 17,17). Buscan pruebas sensibles que les confirmen en su camino, necesitan fortalecer su fe. El Señor entonces le dice a Moisés que golpee una roca, de la que «saldrá agua para que beba el pueblo» (Ex 17,6).

En la vida de toda persona existen momentos difíciles. Nos gustaría que todo se desarrollara sin imprevistos que alteren nuestros planes, pero la realidad no es así. Como el pueblo de Israel, podemos atravesar situaciones en las que nos sentimos como si Dios se hubiera alejado. Nos hallamos entonces superados por obstáculos externos o invadidos por una tristeza interior. Pero nos puede llenar de consuelo saber que ninguna prueba es mayor que la fuerza del Señor. Por muy fuerte que sea la sed de paz, de tranquilidad o de seguridad, Dios no dejará de velar por cada uno de sus hijos. «A veces, cuando todo nos sale al revés de como imaginábamos, nos viene espontáneamente a la boca: ¡Señor, que se me hunde todo, todo, todo...! Ha llegado la hora de rectificar: yo, contigo, avanzaré seguro, porque Tú eres la misma fortaleza: quia tu es, Deus, fortitudo mea»[1].

Aunque no sea muy fácil darnos cuenta de cómo actúa la providencia, y menos en medio de la tribulación, Dios siempre está obrando en nuestro interior. «La desolación provoca una “sacudida del alma”: cuando uno está triste es como si el alma se sacudiera; mantiene despiertos, favorece la vigilancia y la humildad y nos protege del viento del capricho. Son condiciones indispensables para el progreso en la vida, y, por tanto, también en la vida espiritual»[2]. Detrás de cada prueba se esconde algo que el Señor nos quiere decir, de la misma manera como la sed permitió a los israelitas crecer en su confianza en Dios.


COMO el pueblo de Israel, también Jesús experimentó la sed. Después de poner rumbo a Galilea, tiene que pasar por Samaría. Mientras los discípulos buscan alimentos, el Señor, «fatigado del camino» (Jn 4,6), se sienta en un pozo. Una samaritana se acerca a sacar agua y le dice: «Dame de beber» (Jn 4,7). Acto seguido comienza una conversación que cambia la vida de la mujer.

Jesús se encontraba cansado y sediento. Sin embargo, es interesante notar que en ningún momento del relato se menciona que beba agua. Cuando sus discípulos llegan con la comida, les dice: «Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis. (...) Hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,32.34). Delante de una persona necesitada, Dios no puede contener su sed, que es mayor que aquella física. Jesús solo podía satisfacer su fatiga y su hambre anunciando su Evangelio a quienes encontraba y buscaba en el camino. Al fin y al cabo este era el motivo por el que había venido a la tierra. «Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma»[3].

Con frecuencia nos puede suceder como a Jesús. Después de un exigente día de trabajo estamos fatigados y con ganas de un merecido descanso. Pero de vuelta a casa nos encontramos con personas que también necesitan de nosotros: un cónyuge o un hijo que merecen toda nuestra atención y cuidado, un hermano que necesita de nuestra ayuda, un amigo que nos busca para hablar… En esos momentos quizá se presenta el legítimo deseo de proteger buena parte de nuestro espacio y tiempo personal. Sin embargo, el agua que nos sacia de verdad es el amor y el servicio a las personas que nos rodean. Jesús nos da así la verdadera alegría, aquella que es fruto de compartir nuestra vida con los demás[4].


EN AQUEL diálogo en el pozo, la samaritana reconoció en Jesús al Mesías. Por eso, apenas lo supo, «dejó su cántaro, fue a la ciudad y le dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será él el Cristo?”» (Jn 4,28-29). A continuación, el evangelio nos cuenta que «muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer» (Jn 4,39).

En ningún momento leemos que Jesús exhortara a la samaritana a anunciar su presencia; no le dio ningún encargo explícito ni ninguna misión especial, como sí haría con otras personas, empezando por los apóstoles. Proclamar lo que había vivido fue simplemente algo que brotó del corazón de aquella mujer. Tenía la necesidad de comunicar a su gente la maravilla que acababa de presenciar, la paz que da saber que Dios la conocía como nadie en este mundo y, por eso mismo, le tendía la mano: «Me ha dicho todo lo que he hecho» (Jn 4,39). El panorama que Jesús le había abierto le impulsó a salir al encuentro de sus conocidos. «El ideal del amor a Dios y a los demás –escribió el prelado del Opus Dei– nos lleva a cultivar la amistad con muchas personas: no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles! Así va la “Iglesia en salida” de la que habla con frecuencia el Papa, recordándonos la importancia de la ternura, de la magnanimidad, del contacto personal»[5].

De todos modos, no fue la mujer quien cambió al resto de samaritanos. Lo que ella hizo fue llevar a Jesús a su gente. Y ellos, al conocer al maestro de Galilea, le pidieron que se quedara más tiempo. «Entonces creyeron en él muchos más por su predicación. Y le decían a la mujer: “Ya no creemos por tu palabra; nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es en verdad el Salvador del mundo”» (Jn 4,41-42). Esta es la misión del apóstol: poner a las personas delante de Jesús y pasar él mismo a un discreto segundo plano. Y esto es lo que realiza también nuestra Madre: «A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»[6].


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 213.

[2] Francisco, Audiencia, 16-XI-2022.

[3] Francisco, Ángelus, 23-III-2014.

[4] cfr. san Josemaría, Forja, n. 591.

[5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 14-II-2017, n. 9.

[6] San Josemaría, Camino, n. 495.