Meditaciones: lunes de la 10.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el decimo lunes del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: atender con compasión a quien nos necesita; deseos de felicidad y de vida eterna; la sorpresa de los oyentes.

Reflexión para meditar el decimo lunes del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: atender con compasión a quien nos necesita; deseos de felicidad y de vida eterna; la sorpresa de los oyentes.

– Atender con compasión a quien nos necesita.

– Deseos de felicidad y de vida eterna.

– La sorpresa de los oyentes.


JESÚS se encuentra con los apóstoles en un lugar discreto. Rodeado de pequeñas colinas, contemplan el mar de Galilea. Han pasado unos días frenéticos recorriendo aldeas y pueblos, sin dejar de anunciar el Reino de Dios y de curar a los enfermos. Cansados, necesitan tomarse un descanso. Sin embargo, se dan cuenta de que la gente busca a Cristo. Numerosas multitudes provenientes de todo Israel quieren escucharlo. Y Jesús, dirigiendo una mirada de compasión a toda esa muchedumbre, pronuncia un discurso que dejará una profunda huella en los allí presentes: las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26).

En más de una ocasión, probablemente nos hayamos sentido como Jesús y sus discípulos en aquel momento. Después de una jornada de intenso trabajo, llegamos a casa con el deseo de desconectar y de tomarnos un merecido descanso. Pero al abrir la puerta nos encontramos con otras personas que nos buscan: un marido o una mujer que necesita ayuda, unos hijos que reclaman atención, un padre o una madre que cuidar…

Cristo dejó para otro momento el reposo que deseaba porque miró con compasión a la muchedumbre que lo buscaba. No podía descansar tranquilamente con toda esa gente que ansiaba escuchar de sus labios una palabra que encendiese sus corazones. Al fin y al cabo, él había venido al mundo precisamente para salvar a aquellas personas y para mostrar la buena nueva. Del mismo modo, si nosotros «nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento y devorarnos»[1]. Ese cónyuge, hijo o padre quizá retrasará nuestro anhelado descanso, pero salir a su encuentro nos recordará quiénes somos y nos llevará a tener un corazón como el de Jesús, capaz de compadecerse de las necesidades de los demás.


LAS BIENAVENTURANZAS forman parte de un discurso que aborda una cuestión central que todo hombre se plantea: ¿cuál es el camino a la felicidad? «Todos nosotros queremos vivir felices –escribía san Agustín–, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada»[2]. Al mismo tiempo, las Bienaventuranzas también hacen referencia a otra inquietud universal: ¿hay vida después de la muerte? Jesús no se limita a ofrecer unos cuantos consejos sobre cómo llevar una existencia más o menos feliz, sino que añade un horizonte de eternidad. Las Bienaventuranzas son, por tanto, un camino que expresa el doble deseo que Dios ha puesto en nuestro corazón: buscar una felicidad auténtica en la tierra y lograr la bienaventuranza eterna.

Ambos deseos no se encuentran en contradicción. «Cada vez estoy más persuadido –comentaba san Josemaría–: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[3]. La propuesta de Jesús no consiste en acumular sufrimientos en la tierra para gozar después en el paraíso. Los santos fueron personas que, en primer lugar, supieron ser felices aquí abajo. Por supuesto, muchos experimentaron el dolor o la contrariedad, como cualquier otra persona, pero esto no les pudo robar la alegría: no fundamentaron su felicidad en algo que se podía comprar o conseguir, sino en un don gratuito que acogieron. «La bienaventuranza, la santidad no es un programa de vida hecho solo de esfuerzos y renuncias, sino que es ante todo el gozoso descubrimiento de ser hijos amados por Dios. Y esto nos llena de gozo. No es una conquista humana, es un don que recibimos: somos santos porque Dios, que es el Santo, viene a habitar nuestra vida»[4].


SEGURAMENTE los apóstoles y la muchedumbre escucharon con asombro el discurso de Jesús. Hasta ese momento, creían que la prosperidad humana era signo del amor de Dios. Según aquella mentalidad, si alguien tenía muchos bienes y gozaba de buena fama era porque el Señor premiaba así su fidelidad al cumplimiento de la Ley. En cambio, quien era pobre o tenía una enfermedad grave probablemente se debía a que él o sus padres eran unos pecadores. Por eso se sorprenden cuando oyen de Cristo que será bienaventurado el pobre de espíritu, el que llora, el que ha sufrido injusticias o injurias…

Podemos imaginar que hubo varios tipos de reacciones. Quizá muchos descartarían por completo la propuesta de Jesús: no creían fuese posible llevar una vida feliz en esas circunstancias. Algunos tal vez considerarían su invitación como algo bonito o ideal, aunque irrealizable dada la debilidad humana. Pero muchos ciertamente acogieron con ilusión el mensaje del Señor. Habían oído a alguien que entendía sus sufrimientos y los problemas con los que lidiaban con frecuencia: la pobreza, las injusticias, la falta de consuelo… Han descubierto que esas circunstancias no son un castigo de Dios, no son obstáculos para lograr la bienaventuranza eterna, sino todo lo contrario: pueden formar parte del camino que les lleva a heredar el Reino de los Cielos.

Dios no es un ser lejano. Él «se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. (...) Ha bajado de su cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el “arte de vivir”, el camino de la felicidad»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que también nosotros, cuando comuniquemos el Evangelio, sepamos hacer nuestros los problemas de los demás y transmitir la belleza de vivir las Bienaventuranzas junto a su Hijo.


[1] Francisco, Ángelus,18-VII-2021.

[2] S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4.

[3] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[4] Francisco, Ángelus, 1-XI-2021.

[5] Benedicto XVI, Audiencia, 28-XI-2012.