Meditaciones: Fiesta de Santos Timoteo y Tito

Reflexión para meditar la Fiesta de Santos Timoteo y Tito. Los temas propuestos son: dos colaboradores fieles de san Pablo; el alimento de la Sagrada Escritura; la evangelización la hace Dios mismo.


EN EL NUEVO TESTAMENTO se menciona a más de sesenta colaboradores de san Pablo. El Apóstol actuaba acompañado por otros fieles a quienes solía dejar a cargo de las comunidades que iban naciendo. Entre esos colaboradores destacan los santos Timoteo y Tito, cuya memoria recordamos el día siguiente a la fiesta de la conversión de san Pablo.

Timoteo, desde su primera juventud, fue un colaborador fiel de san Pablo: lo acompañó por toda Asia Menor, compartieron prisión al menos una vez y fue enviado a distintas misiones. Es patente que el Apóstol siempre pudo sentir su proximidad, aunque a veces estuvieran lejos físicamente. San Pablo correspondía a este apoyo rezando por él y por su familia, a la que conocía bien: «Continuamente te tengo presente en mis oraciones, noche y día. Al acordarme de tus lágrimas ansío verte para llenarme de gozo. Guardo recuerdo de tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice» (2 Tm 1,3-5). Así le escribe, probablemente desde Roma, durante su segundo cautiverio que culminaría con el martirio.

Tito también fue un colaborador fiel del Apóstol. Se conserva al menos una carta que recibió de san Pablo y es parte de las llamadas «epístolas pastorales», porque en ellas se ofrecen orientaciones y normas para la buena marcha de las nacientes comunidades cristianas. «Verdadero hijo en la fe que nos es común», dice de Tito, al comienzo de esa carta. Tras darle algunas orientaciones, concluye san Pablo: «Que aprendan también los nuestros a que se les reconozca por sus buenas obras» (Tt 3,14). Es un buen consejo también para nosotros, que deseamos ser apóstoles como Timoteo y Tito: nuestra preocupación sincera por todos será el mejor anuncio del Evangelio.


EN LA SEGUNDA CARTA que escribió a Timoteo, san Pablo agradece la perseverancia de su colaborador y lo insta a permanecer firme, en los siguientes términos: «Desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17).

Para asimilar bien ese alimento, de manera que nos llene de sabiduría, es preciso fomentar en nuestro corazón una actitud de escucha, de asombro, de diálogo íntimo siempre renovado. «Todos podemos mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...) Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por ella? (...) Y pienso en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»1.

De 1933 data un documento escrito a mano por san Josemaría. Se trata de unas cuartillas en las que había copiado 112 textos del Nuevo Testamento, precedidos por el siguiente título: «Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas»2. Si acudimos con asiduidad a la Palabra de Dios, también nosotros tendremos nuestros pasajes destacados, aquellos que guardamos de manera especial en nuestra alma, que nos han dado luz y nos han confirmado en la fe.


JESÚS ELIGE setenta y dos discípulos y los envía de dos en dos, diciéndoles: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2-3). El mensaje es claro: van enviados por el Señor y, aunque el trabajo sea inmenso, es él mismo quien se encargará de fructificar lo que le parezca. Por eso, san Pablo alienta a Timoteo a poner su esperanza en Dios: «Nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad» (2 Tm 1,8-9). San Josemaría señalaba que «la fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos»3.

«La mies es abundante también hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega (...). Al mismo tiempo, el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar solo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración»4. María, reina de los apóstoles, acompañó a muchos de los primeros cristianos en este gozoso empeño y, de la misma manera, nos sigue acompañando a nosotros.


Francisco, Discurso, 4-X-2013.
Cfr. Studia et Documenta 1 (2007), pp. 259-286.
San Josemaría, Surco, n. 207.
Benedicto XVI, Homilía, 5-II-2011.