Meditaciones: domingo 6.ª semana de Pascua (Ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la sexta semana de Pascua (Ciclo B). Los temas propuestos son: amarse los unos a los otros; Dios nunca nos abandona; guiados por el Espíritu Santo.

- Amarse los unos a los otros.

- Dios nunca nos abandona.

- Guiados por el Espíritu Santo.


«COMO EL PADRE me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Con estas palabras, Jesús se despidió de los suyos poco antes de la pasión. Al pronunciarlas, sabía que en pocas horas le abandonarían a su suerte. Sin embargo, deseaba grabarlas a fuego en sus corazones para que, pasado el mal trago de la traición, esta certeza fuera el alimento de su vida apostólica. «Ya no os llamo siervos (...); a vosotros, en cambio, os he llamado amigos» (Jn 15,15). Aunque requiere de nuestra libertad, la iniciativa para esta maravillosa amistad es suya. Se ha fijado en cada uno con amor y nos ha elegido (cfr. Jn 15,16), porque «él nos amó» primero (1 Jn 4,10).

«Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando» (Jn 15,14). Este es el secreto para vivir siempre en él y no perder nunca su amistad. Aquella noche los apóstoles no tuvieron ocasión de preguntarle por los mandamientos que debían guardar, porque Jesús les ofreció directamente la clave: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). Ellos conocían de primera mano cómo amaba el Señor. Cada apóstol hubiera podido contarnos la multitud de detalles personales que Jesús había tenido particularmente con él. También podrían relatar el cariño y la paciencia con que cuidaba de todos quienes se le acercaban. Los apóstoles lo habían visto, sabían que Jesús estaba dispuesto a todo.

En la noche que dio inicio a su dolorosa pasión, el Señor estableció una nueva ley de amor que sus discípulos estamos invitados a vivir: un amor que tiene como medida el manifestado en la cruz de Cristo. «El amor ya no es sólo un mandamiento, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro»[1]. Además, él mismo nos envía a llevar al mundo la Buena Noticia de su amor. «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Cumplimos esta misión si aprendemos a amar como él lo hace: ofreciendo la vida por los demás, llevando su alegría a nuestros amigos y conocidos «para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11).


«DIOS ES amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Así define san Juan la esencia de Dios. «Aunque nada más se dijera en alabanza del amor –dice san Agustín– (...) en todas las páginas de la Sagrada Escritura, y únicamente oyéramos por boca del Espíritu Santo “Dios es amor”, nada más deberíamos buscar»[2]. Uno de los primeros pasos en el camino de la fe es creer que el amor de Dios por cada uno es indestructible. «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida»[3]. De alguna manera se puede decir que él no es capaz de dejarnos de amar, esa es su debilidad.

Como amigos del Señor estamos llamados a vivir con él, en él, y recibimos «por él la vida» (1 Jn 4,9). Nosotros tenemos la misma experiencia de los apóstoles: cuando le perdemos de vista y nos olvidamos de su amor, nos sentimos perdidos, somos ramas secas. Necesitamos estar cerca del Señor, reclinar nuestra cabeza en su pecho, como el apóstol Juan. Sin embargo, también sabemos que aunque le abandonemos –muchas veces por debilidad–, él vendrá rápidamente a buscarnos de nuevo, como hizo con sus discípulos después de la Resurrección. Es «un Dios que corre hacia nosotros», abriéndonos los brazos con su gracia, para perdonar cualquier ofensa, porque «no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades»[4].

Estamos recorriendo el tramo final de la Pascua. A partir de este domingo, la liturgia dirige su mirada hacia la llegada del Espíritu Santo que Jesús prometió a sus discípulos. El Hijo debía volver al Padre. Ya no estará visiblemente con ellos pero, les asegura que no tienen por qué inquietarse ya que no les dejará huérfanos. «El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,25). Después de la maravillosa experiencia de tres años de vida con Cristo, su ausencia sería insoportable sin el consuelo de su Espíritu, e imposible la extraordinaria misión que iba a dejar en sus manos.


EL LIBRO DE los Hechos de los Apóstoles, que hemos leído en la Misa durante la Pascua, narra la historia de la evangelización en los años posteriores a Pentecostés. Se le conoce como el evangelio del Espíritu Santo porque nos muestra las maravillas realizadas por él en la Iglesia naciente. El Espíritu Santo inspiraba las audacias apostólicas y ponía en sus labios palabras llenas de fuerza, moviendo al mismo tiempo los corazones de los que les escuchaban. Él presidía las decisiones sobre el porvenir de la Iglesia y trazaba la ruta de los apóstoles, los guiaba, los movía o los detenía. Su amor era la alegría y la seguridad de los cristianos perseguidos. El Espíritu, que llenó plenamente el alma de Cristo, llenaba también los corazones de sus «amigos», revelándoles la sabiduría que proviene de Dios. Él les alentaba y santificaba.

Pentecostés no fue solamente el acontecimiento sorprendente de un domingo en Jerusalén. Toda la vida de la primitiva comunidad estuvo llena del Espíritu Santo, y él mismo continúa guiando hoy a la Iglesia y puede guiar nuestros corazones. En el relato de la conversión de Cornelio, el Espíritu Santo condujo a Pedro a la casa del centurión. «Le dijo el Espíritu: Mira, te buscan tres hombres. Levántate, baja y vete con ellos sin ningún reparo, porque los he enviado yo» (Hch 10,19-20). Cuando llegó a la casa, y mientras Pedro predicaba, el don del Espíritu se derramó sobre aquella familia pagana haciéndoles «hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios». Se quedaron todos muy sorprendidos porque el Espiritu Santo no distinguía entre judíos o gentiles, incluso el mismo Pedro se asombró. «Entonces habló Pedro: ¿Podrá alguien negar el agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros? Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo» (Hch 10,47-48).

El Espíritu Santo es don de Dios que renueva nuestro amor y nuestro deseo de servir a Cristo. Es amor que hace crecer el amor. Su llegada nos sorprende, a veces por inesperada, otras veces por la fuerza de su intervención. Con su presencia, la fe y la esperanza recuperan su frescor, el amor conquista el corazón, la alegría y la bondad parecen más sencillas de poseer y de repartir a los de nuestro alrededor. Le pedimos a Dios en este domingo que el misterio de la Pascua «transforme nuestra vida y se manifieste en nuestras obras», como dice la oración colecta de la Misa. Podemos acudir a María para que nos enseñe a permanecer con su Hijo, confiando en que el Espíritu Santo cubra nuestras vidas con su sombra.


[1] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 1.

[2] San Agustín, In Epist. Ioann. ad Parth., 7,4.

[3] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 1.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.

Photo: Renata Sedmakova