– Una fidelidad que se traduce en servicio
«DESTILAD, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador» (Is 45,8). Hemos llegado al cuarto domingo de Adviento. Es tiempo de esperanza y en María se centra ahora toda la expectación del género humano. En la Virgen ha recaído la elección divina; Dios ha mirado a la tierra con misericordia y ha puesto los ojos en la mujer de Nazaret. «Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas» (Ct 2,2). El Adviento es, de esta manera, un tiempo especialmente mariano. ¡Qué lógico será vivirlo mirando continuamente hacia Nuestra Señora! Los deseos del corazón de María son sencillos y, al mismo tiempo, intensos. Ya sueña con envolver al Niño en los afectos más profundos de su alma.
Sabemos que la mujer escogida para traer la luz al mundo concibe a Jesucristo por obra del Espíritu Santo. Estaba todo dispuesto desde la eternidad, siempre ha pensado Dios en María, «desde los orígenes, antes que existiese la tierra» (Pr 8,23). Así, llenándola de gracia, la llama a una santidad única entre las criaturas. Al elevarla por encima de todo lo creado, incluso de los ángeles, Dios nos ha hecho un regalo a todos nosotros: como María es nuestra Madre y Señora, podemos confiar firmemente en que llegaremos un día al término feliz del camino, en donde ella nos espera.
Es buen momento para seguir la recomendación de san Josemaría y exclamar: «–Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: —¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»[1].
MARÍA FUE la primera persona en la tierra que supo que el Redentor había llegado. Su particular Adviento, el primero de la historia, comenzó cuando el ángel le habló en la soledad de su casa: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,31-32). María no duda. La doncella de Nazaret vive atenta a la voluntad divina, en actitud de escucha. El ángel irrumpe en su vida, transmite el mensaje divino y encuentra una respuesta inmediata: «Fiat mihi secundum verbum tuum. –Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y «al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne»[2].
Comenzó así el Adviento de María. «Hágase en mí» es la expresión de un corazón en el que Dios encuentra su hogar. «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —“fiat”— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!»[3]. Aquella no es palabra de un día, sino expresión que resume toda una vida. También nosotros podemos repetir muchas veces «fiat», «hágase», de mil formas distintas. Al mirar a María, aprendemos de ella la obediencia a Dios: «Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina (...). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8,21)»[4].
Nuestra Madre es modelo exquisito de fidelidad y de abandono al plan redentor de Dios. Durante estos últimos días del Adviento, las palabras de María dan cauce a los deseos de nuestra alma. «Hágase en mí» es una oración que nos prepara para ser morada digna del Salvador. Al querer imitar a nuestra Madre, santa María «nos mira como Dios la miró a ella, humilde muchacha de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo pero elegida y preciosa para Dios»[5].
DESPUÉS de la conversación con el arcángel Gabriel, María no se queda paralizada ni ensimismada. En medio de la turbación que se produce en su alma al conocer todo lo que Dios ha hecho con ella, hace planes para cuidar de su prima embarazada. Así es el Adviento de María: al conocer la noticia, parte para la casa de Isabel, sin entretenerse en otras cosas, aunque ella también esté encinta y con muchas tareas por hacer ante la llegada de su Hijo.
María ha aprendido en el día a día a cuidar de los demás. Es lo que más feliz le hace. Su espera del Mesías es activa, hecha de amabilidad con los que le rodean. María nos señala el camino del Adviento: en primer lugar, escuchar con atención la voz de Dios y, a continuación, abrirnos a las preocupaciones de los demás para servir con alegría. Podemos decir que en la vida de María las horas no pasan sin más. Ella vive cada segundo con la intensidad de saber que Dios la ha elegido y con los ojos fijos en las personas que tiene a su lado.
«La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él»[6]. Al contemplar la entrega humilde de santa María, le pedimos como buenos hijos que nos ayude para que el Señor, al llegar en la Navidad, encuentre en nosotros un corazón bien dispuesto. Queremos vivir estos días como nuestra Madre, que en aquel primer Adviento las sorpresas de Dios la llevaron a servir a quien estaba a su lado.
[1] San Josemaría, Forja, n. 161.
[2] San Josemaría, Santo Rosario, Primer misterio gozoso.
[3] San Josemaría, Camino, n. 512.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 173.
[5] Benedicto XVI, Discurso, 8-XII-2010.
[6] Benedicto XVI, Ángelus, 23-XII-2012.