3 de diciembre – Cuarto día de la Novena a la Inmaculada

Reflexiones para meditar durante la novena de preparación a la festividad de la Inmaculada Concepción. Los temas propuestos son: el perdón de todos los hombres; el don de llorar; ser consuelo de Dios.


SEGURAMENTE, parte de la vida de la Sagrada Familia, como en toda familia, fue consolar a Jesús cuando lo necesitaba, especialmente siendo un niño pequeño. Por eso, cuando el Señor dijo «bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,4), puede haber sucedido que vinieran a su mente recuerdos de su madre. Ella le había acompañado en tantos momentos; un consuelo que ahora también ofrece a todos sus hijos. En este cuarto día de la Novena a la Inmaculada, podemos contemplar esa escena en la que María quiso, de alguna manera, pedir perdón por los pecados de todos los hombres: la presentación del Niño y su propia purificación en el Templo.

María y José llegan a Jerusalén con el niño Jesús en brazos. Han pasado cuarenta días desde su nacimiento y se acercan al Templo para cumplir con el rito de la presentación del primogénito y la purificación de la madre. En realidad, ella no necesitaba realizar este rito, pues no tenía ningún pecado que limpiar: ella era la Inmaculada. Pero lo hace para acompañarnos a nosotros, para que aprendamos a llorar nuestras culpas, y así, desde ese dolor, unirnos a la entrega de su hijo. La Sagrada Familia no va al Templo simplemente para cumplir lo establecido; acude para pedir perdón por los pecados de toda la humanidad, para implorar la misericordia y el consuelo que este mundo necesita. La Virgen María no se conforma con no ofender a Dios; quiere que todos los hombres y mujeres –todos sus hijos e hijas– descubramos la felicidad del amor divino y no caigamos en el engaño y el dolor del pecado.

«No pidas a Jesús perdón tan solo de tus culpas –decía san Josemaría–: no le ames con tu corazón solamente… Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido»[1]. María nos puede ayudar a mirar nuestro corazón herido –y el de los demás– y a dejarnos traspasar por el dolor del pecado. Ella nos ofrecerá el consuelo necesario para que las lágrimas no se transformen en tristeza, sino en deseos de reparar y de recomenzar cuantas veces sea necesario.


EN EL TEMPLO se encontraba un anciano llamado Simeón. Él tuvo la oportunidad de sostener entre sus brazos al niño y de ver en él «la consolación de Israel» (Lc 2,25). Efectivamente, «en toda la vida de Cristo, la predicación del Reino fue un ministerio de consolación: anuncio de un alegre mensaje a los pobres, proclamación de libertad a los oprimidos, de curación a los enfermos, de gracia y de salvación a todos»[2]. Pero para abrirnos a ese consuelo es necesario antes admitir nuestra fragilidad. A veces puede ser más sencillo esconder la debilidad, vivir como si no existiera. Ante el miedo a mostrarnos vulnerables, quizás preferimos no llorar, y esta actitud nos puede llevar a no afrontar los problemas, a rechazar la ayuda que el Señor y los demás podrían ofrecernos.

La Virgen María nos enseña a llorar, a reconocer nuestro pecado para acoger el consuelo de Dios. No es un llanto cualquiera, sino aquel que se duele por el daño que hemos hecho o el bien que hemos dejado de hacer. «Este es el llanto por no haber amado, que brota porque la vida de los demás importa. Aquí se llora porque no se corresponde al Señor que nos ama tanto, y nos entristece el pensamiento del bien no hecho; este es el significado del pecado. Estos dicen: “He herido a la persona que amo”, y les duele hasta las lágrimas. ¡Bendito sea Dios si estas lágrimas vienen!»[3]. Podemos pedir a María Inmaculada que nos dé el mismo llanto suyo, el de san Pedro en la Pasión, y el de tantos santos y santas, que les llevó a reconocer su debilidad y a querer a Jesús con un amor renovado.


SIMEÓN, después de bendecir a los padres de Jesús, se dirigió a María y le dijo: «Mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35). Santa María, madre de todos en la Iglesia, nos lleva a compartir el sufrimiento ajeno; a dejarnos atravesar el alma por los dolores que puedan afrontar los demás. Así es como nos convertimos en consuelo de Dios, ya que él mismo se derrama en nuestros corazones para que se desborde a nuestro alrededor.

El Señor se apoya en los hombres y mujeres para mostrar su compasión. Cuando Jerusalén se encontraba destruida, Dios mandó a sus profetas con el siguiente mensaje: «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–. Hablad al corazón de Jerusalén y gritadle que se ha cumplido su servidumbre, y ha sido expiada su culpa; que ha recibido de mano del Señor el doble por todos sus pecados» (Is 40,1-2). E, incluso, se compara a una madre: «Como alguien a quien su madre consuela, así yo os consolaré, y en Jerusalén seréis consolados» (Is 66,13).

El mayor consuelo que podemos ofrecer a los demás, como hicieron los profetas, es recordar que Dios nos perdona siempre. Él «no nos trata según nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 103,10), canta el salmista. Así es cómo la tristeza, aun en medio del dolor, se transforma en gozo, por la esperanza del perdón. Esto es lo que le ocurrió a María Inmaculada en el Calvario, cuando se cumplió la profecía de Simeón. Estaba atravesada de dolor al ver a su Hijo en la cruz y, con él, todas las ofensas del mundo entero. Pero, al mismo tiempo, su presencia llenó de consuelo a Juan y las demás mujeres –a nosotros también–, al invitar a dirigir nuestra mirada a la resurrección. Por eso serán bienaventurados los que lloran, porque María les consolará recordando la victoria de su Hijo sobre el pecado y la muerte.


[1] San Josemaría, Camino, n. 402.

[2] San Juan Pablo II, 13-VIII-1989.

[3] Francisco, Audiencia, 12-II-2020.