Meditaciones: martes de la 3.ª semana de Adviento

Reflexión para meditar el martes de la tercera semana de Adviento. Los temas propuestos son: la humildad y el orgullo; el amor se manifiesta en obras concretas; la parábola de los dos hijos.

La humildad y el orgullo

El amor se manifiesta en obras concretas

La parábola de los dos hijos


EN POCOS DÍAS nos arrodillaremos ante el Niño en el portal de Belén. Allí miraremos con asombro la grandeza del amor de Dios en un recién nacido. La Encarnación nos enseña el camino para ser grandes, que no es otro que hacernos pequeños. San Pablo expresa bien la humildad de aquel Hijo que, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» y «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,7-8). Ese es el secreto que nuestro Salvador nos enseña en cada Navidad. El Verbo hecho carne nos muestra que el Señor del universo triunfa en la humildad. Precisamente por este abajamiento «Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo Nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble» (Flp 2,9-10).

En la primera lectura encontramos una vehemente exhortación del profeta Sofonías a la conversión. Acusa a Jerusalén de orgullo y rebeldía porque «no escuchó la voz, ni aceptó la instrucción, no confió en el Señor, ni se acercó a su Dios» (So 3,2). Al contrario –afirma en su oráculo– el pueblo se jactaba en su altivez y se engreía en el monte santo (cfr. So 3,11). Esta misma tentación sigue estando presente cuando «el soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él»[1].

Para comunicar su amor de Padre, Dios espera que el hombre libremente se reconozca como criatura necesitada. Le es muy grata al Señor la petición que hacemos en la Oración sobre las ofrendas de la Misa de hoy: «Que los ruegos y ofrendas de nuestra pobreza te conmuevan, Señor, y al vernos desvalidos y sin méritos propios acude, compasivo, en nuestra ayuda»[2]. Necesitamos suplicar con frecuencia al Señor que aleje de nosotros la tentación de la soberbia, porque «si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones –señalaba san Josemaría–, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló»[3]. Qué distinta es la actitud de Dios que, al venir a la tierra, se hace un Niño frágil, necesitado de toda ayuda, incapaz de imponerse con violencia ante los demás, para hacer amable el camino de todos hasta su pesebre.


«MI ALMA se gloría en el Señor; que lo escuchen los humildes y se alegren. Engrandeced conmigo al Señor; ensalcemos juntos su Nombre» (Sal 34,3-4). La humildad «nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra pequeñez y nuestra grandeza»[4]. San Josemaría se refería a la humildad como el endiosamiento bueno de la criatura que conoce el amor que Dios ha depositado en ella. Su principal enemigo es el endiosamiento malo, fruto de la soberbia: gloriarse en uno mismo en lugar de gloriarse en el Señor.

El corazón que se sabe bendecido con tantas gracias del cielo procura corresponder generosamente al Señor, porque «el amor con amor se paga»[5]. No es posible amar en general, ni es amor aquel que se queda solo en buenas intenciones. El amor se plasma en actos concretos que dejan traslucir algo de lo que sucede en el corazón de quien ama. Un amor que no deja su huella en detalles, en expresiones de afecto, puede apagarse poco a poco o quedarse pequeño, sin experimentar el verdadero gozo. «Al atardecer de la vida nos examinarán del amor», decía san Juan de la Cruz, porque el amor autentifica el valor de nuestras obras.

Podría decirse que el amor tiene dos rasgos fundamentales: tiende a dar, más que a recibir; y procura manifestarse más en las obras que en las palabras. «Cuando decimos que está más en dar que en recibir es porque el amor siempre se contagia, siempre contagia, y es recibido por el amado»[6]. Y «cuando decimos que está más en las obras que en las palabras» es porque «el amor siempre da vida, hace crecer»[7]. Un buen termómetro para conocer nuestro amor a Dios podría ser preguntarnos cómo servimos y procuramos hacer felices a los que tenemos más cerca, «pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20). El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, son como la cara y cruz de una moneda. «No hay camino más seguro para llegar a Dios, que el amor al prójimo»[8], afirmaba san Agustín, porque «el amor al prójimo es como el nido del amor de Dios»[9], es el lugar en el que éste crece.


EN EL EVANGELIO de hoy, nuestro Señor nos cuenta la historia de dos hijos (Mt 21,28-32). Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña familiar y los hermanos tienen reacciones muy distintas. El primero responde con rebeldía y falta de respeto: «No quiero». El segundo, aparentemente más obediente, le dice que sí lo hará. Pasado el primer arrebato, el hijo del no recapacita, se arrepiente, y va a trabajar a la viña. El hijo del sí, en cambio, no acude a su faena. El primero, concluye Jesús, cae por debilidad pero, alentado por su fe, se levanta y obedece al Padre. En cambio, el segundo no es fiel a su promesa y representa a los jefes del pueblo que honran a Dios «con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13; Mt 15,8).

Jesús en esta parábola habla también a nuestro corazón. Ciertamente encontramos algo del comportamiento de cada uno de estos hijos en nuestra vida. Muchas veces nuestras disposiciones son estupendas, pero por debilidad no conseguimos sacar adelante nuestros buenos deseos. Y en no pocas ocasiones nos sucede lo contrario: después de una primera reacción de rebeldía, nos corregimos y, con la ayuda de la gracia, abrazamos amorosamente la voluntad de Dios. Ambas actitudes están presentes habitualmente en nuestra lucha interior y debemos conocerlas de cerca para saber cómo reaccionar en cada momento. Podríamos también imaginar la existencia de un tercer hijo: aquel que dice «sí, voy» y con sus obras ratifica siempre sus palabras. Este hijo –fiel en toda ocasión– es, en realidad, Jesucristo, que nos invita a entrar en su movimiento de amor al Padre.

En nuestra oración le podemos decir hoy a Dios: ¡cómo me gustaría ser un hijo como Jesús! Un hijo que responde ¡sí! Y cuando no lo somos, llega entonces el momento de decirle al Señor que tenga paciencia con nosotros. Caer en el desánimo sería una manifestación de orgullo, nos haría comprender que estábamos poniendo la esperanza en nosotros mismos y no en Dios. Ante el conocimiento de su propia debilidad, san Josemaría suplicaba con sencillez: «Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»[10]. Esta petición humilde nos otorgará paz y, tomados de la mano de nuestra Madre, volveremos a ponernos en pie con esperanza.


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 100.

[2] Oración sobre las ofrendas, martes de la III semana de Adviento.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 100.

[4] Ibíd., n. 94.

[5] Refrán popular.

[6] Francisco, Homilía, 27-VI-2014.

[7] Ibíd.

[8] San Agustín, De las costumbres de la Iglesia católica, 1, 26, 48.

[9] San Agustín, Ibid., 1, 26, 5.

[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93.