Meditaciones: viernes de la 8.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la 8.ª semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: hambre de santidad; ser morada de Dios; el salto de la fe.

- Hambre de santidad

- Ser morada de Dios

- El salto de la fe.


DESPUÉS de una noche en Betania, Jesús se dirigía a Jerusalén junto a sus discípulos. Cuando estaban de camino, san Mateo cuenta que el Señor comenzó a sentir hambre. San Josemaría agradecía este detalle incluido por el evangelista, pues le ayudaba a amar y a contemplar la humanidad del Señor: «A mí me conmueve siempre Cristo, y particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también perfecto Dios, para enseñarnos a aprovechar hasta nuestra indigencia y nuestras naturales debilidades personales, con el fin de ofrecernos enteramente —tal como somos— al Padre, que acepta gustoso ese holocausto»[1].

El Señor, sin embargo, no pudo saciar en aquel momento el hambre que tenía. «Viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella, pero cuando llegó no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó: “Que nunca jamás coma nadie fruto de ti”» (Mc 11,13-14). Probablemente los apóstoles se sorprendieron al oír estas palabras. Para ellos era evidente que, en aquella época, la higuera no podía dar fruto. «¿Por qué la maldice de este modo?», se preguntarían.

El gesto de Jesús no es simplemente una reprensión al árbol por no saciar su hambre. La higuera simboliza al pueblo de Israel. Dios se ha acercado a él con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero parece que no ha encontrado más que prácticas externas, un conjunto de hojas que no dan ningún fruto. «Dios nos ayuda a no caer en una religiosidad egoísta y empresaria. La higuera representa la esterilidad, una vida estéril, incapaz de dar nada. Una vida que no da fruto, incapaz de hacer el bien. Vive para sí, tranquilo, egoísta, no quiere problemas. Y Jesús maldice el árbol de la higuera, porque es estéril, porque no ha hecho lo suyo para dar fruto»[2]. En este rato de oración podemos preguntarnos: ¿puede ofrecer al Señor frutos de correspondencia a su amor paciente, perseverante y magnánimo?


EN CUANTO Jesús llegó a Jerusalén, se dirigió al Templo. Al ver que estaba repleto de compradores y vendedores que negociaban, comenzó a volcar «las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba diciendo: “¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en una cueva de ladrones”» (Mt 11,15-17).

El Templo judío era el lugar donde habitaba Dios. Por eso la reacción de Jesús es tan contundente: quiere defender la casa de su Padre de la insensibilidad de los presentes. Le duele que un lugar llamado a fomentar el encuentro entre Dios y su pueblo se haya convertido en un puesto de comercio. De este modo, lleva a cabo una purificación del Templo, que va más allá de la expulsión de los mercaderes. Jesús ha venido a defender ese espacio de intimidad con Dios, desea hacer visible la cercanía del Padre.

Entonces, el Señor compara el Templo de Jerusalén con su propio Cuerpo, revelando así la verdad más profunda sobre sí mismo: la Encarnación, es decir, que él es el Verbo de Dios que puso su morada entre nosotros. En cada cristiano, por tanto, Dios encontrará un nuevo Templo por la participación en la vida de Cristo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). El pecado, en cambio, convierte un lugar tan sagrado como nuestra alma en un espacio para los negocios mundanos. En los sacramentos y en la oración, Jesús puede acudir nuevamente en nuestra ayuda, para desarraigar aquello que en lo más íntimo parece inamovible y que nos resulta difícil de purificar.


AL DÍA siguiente, Jesús y los apóstoles volvieron a pasar por aquel árbol que no había dado fruto. Al ver que se había secado de raíz, Pedro comentó: «Rabbí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado». Tal vez el Señor advirtió cierto estupor de los discípulos al presenciar cómo se habían cumplido sus palabras, de ahí que contestara: «Tened fe en Dios. En verdad os digo que cualquiera que diga a este monte: “Arráncate y échate al mar”, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido» (Mt 11,22-23).

El Señor está preparando a sus discípulos para la misión que les encomendará cuando él ya no esté: difundir el Evangelio por todo el mundo. Humanamente se trata de una tarea difícil de imaginar y de llevar a cabo: en un primer momento, les pudo causar vértigo. Pero Jesús les asegura que, si tienen fe y confían en el amor de Dios, él mismo les empujará más allá incluso de los cálculos más magnánimos que podrían haber hecho. Y si en algunos momentos las cosas no fueran como ellos se esperaban, en sus corazones podría latir siempre la misma certeza: Dios nunca les abandonará.

Efectivamente, vivir de fe tiene un punto de riesgo, pues supone un salto, confiar un poco menos en las propias certezas para abrazar las seguridades que nos ofrece Dios y que superan lo que podamos imaginar. «La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no solo solicita la eternidad, sino que la otorga»[3]. La Virgen María dio ese salto con su «fiat» a las palabras del ángel. Su vida adquirió entonces un horizonte inimaginable: con su fe, aquella muchacha de Nazaret se convertiría en Madre de Dios y de todos los hombres.


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 50.

[2] Francisco, Homilía, 29-V-2015.

[3] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1987 (6ª), p. 57.