Meditaciones: 4.º domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Reflexión para meditar el cuarto domingo de Cuaresma. Los temas propuestos son: superar las apariencias; la misión de David; Jesús nos libra de la ceguera.

Meditación del 4.º domingo de Cuaresma (Ciclo A). Texto para rezar con el evangelio del ciego de nacimiento

EL PROFETA SAMUEL se encuentra en casa de Jesé. El Señor le ha dicho que entre sus hijos se halla el futuro rey de Israel. Cuando se presenta el más mayor de esa familia, llamado Eliab, Samuel cree que ese será el elegido, pero Dios le dice: «No te fijes en su apariencia, ni en su gran estatura, pues lo he descartado. La mirada de Dios no es como la del hombre. El hombre mira las apariencias pero el Señor mira el corazón» (Sam 16,7). Jesé presenta a sus siete hijos, pero ninguno es el elegido. No será hasta que llegue David, que estaba apacentando el rebaño, cuando el Señor diga a Samuel: «Levántate y úngelo. Él es» (Sam 16,12).

Dios nos invita a ir más allá de las apariencias; es decir, a superar las primeras impresiones que pueda causarnos una persona. A veces puede ocurrir que, cuando conocemos a alguien, rápidamente levantemos un muro porque creemos que no encaja en nuestros parámetros de afinidad. Esta actitud, sin embargo, nos priva de enriquecernos con el modo de ser de esa persona. Seguramente ni su padre ni sus hermanos se imaginaron que David, el más pequeño, sería elegido para una misión central en la historia de Israel. Fijarse en el corazón de los demás, como hace el Señor, nos lleva a descubrir su auténtico valor, mucho mayor de lo que podíamos pensar.

«La comprensión que es fruto de la caridad, del amor, “comprende” –escribe el prelado del Opus Dei–: “ve”, primeramente, no los defectos o las faltas, sino las virtudes y las cualidades de los demás»[1]. El cariño facilita que nos fijemos en lo positivo. Pese a todo, no siempre es sencillo superar las apariencias. A pesar de nuestro esfuerzo por mirar el corazón podemos tener reacciones de incomprensión hacia otras personas. Es el momento para pedir ayuda al Señor, sin desalentarnos, para que podamos decir con el salmista: «Has dilatado mi corazón» (Sal 119,32).


ANTES de la elección del Señor, David era un sencillo pastor. De hecho, cuando Samuel se presentó en su casa, él se encontraba apacentando el rebaño (cfr. Sam 16,11). Después de haber sido ungido por el profeta, fue invadido por el espíritu del Señor. A partir de ese momento ya no sería solamente un pastor de animales, sino que se encargará de cuidar del pueblo de Israel. Antes se ocupaba de que las ovejas no se alejaran del rebaño y no fueran atacadas por las bestias; ahora, en cambio, se preocupará principalmente de que los israelitas vayan por el buen camino y se mantengan lejos de las falsas luces. Una misión que podrá desempeñar porque Dios, el verdadero pastor, lo ha elegido. «Me conduce por sendas rectas –escribirá David– por honor de su nombre. Aunque camine por valles oscuros, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23,3-4).

A pesar de ser el pastor de Israel, el mismo David a veces se alejará del camino. Una experiencia que, en mayor o menor medida, a todos nos ocurre. En ocasiones podemos sentir la incoherencia entre aquello que deberíamos ser y lo que somos; entre lo que decimos y lo que hacemos. No obstante, en la vida de David hay un hilo conductor: el diálogo con Dios. En todo momento, tanto en la victoria como en la derrota, procura dirigirse al Señor, pues sabe que todo lo que tiene proviene de él. Es pastor de Israel no porque se lo haya ganado por sus méritos, sino porque Dios, al fijarse en su corazón, lo ha elegido. «La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión –decía san Josemaría–. (...) El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día»[2].

Aunque seamos débiles, podemos convertirnos y ser para los demás fuente del amor incondicional de Dios, pues él nos hace dignos de ser amados más allá del propio pecado. Su misericordia no se expresa solo como perdón ante la miseria humana, no es una excepción para quien se equivoca, sino que expresa la amplitud del amor de Dios, que es anterior a la experiencia del pecado: «Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo»[3]. La misericordia de Dios en cierto modo nos define: está en el origen de nuestro ser y en el origen de su providencia a lo largo de toda nuestra vida. Con ese amor David es elegido, perdonado y confirmado en su misión; y con ese amor está llamado a ser pastor de Israel.


DE LOS descendientes de David saldrá el Mesías, el pastor que no solo guiará al pueblo de Israel, sino que rescatará a toda la humanidad. Él mismo será la luz del mundo, aquel que sacará a los hombres de las tinieblas para que busquen lo que agrade al Señor (cfr. Ef 5,8). Con el pecado «nos volvemos ciegos y nos sentimos mejor en la oscuridad y vamos así, sin ver, como los ciegos, moviéndonos como podemos. Dejemos que el amor de Dios, que envió a Jesús para salvarnos, entre en nosotros y (...) nos ayude a ver las cosas con la luz de Dios, con la verdadera luz y no con la oscuridad que nos da el señor de las tinieblas»[4]. Del mismo modo que cuando se ilumina una habitación se puede distinguir sus objetos, con la llegada del Mesías desaparece la oscuridad y es posible abrazar las buenas obras.

Cuando Jesús devolvió la vista a un ciego de nacimiento, en realidad el milagro fue mucho mayor que la curación corporal. «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?», le preguntó. «“¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”, respondió. Le dijo Jesús: “Si lo has visto: el que está hablando contigo, ese es”. Y él exclamó: “Creo, Señor”. Y se postró ante él» (Jn 9,35-38). Cristo ha curado su ceguera para que, viéndole, reconozca que él es el Mesías. Aquel hombre, al contemplar el rostro de Jesús, no ha dejado solamente la oscuridad física, sino sobre todo la del alma: con su fe ha podido acoger la luz que le ofreció Cristo. En cambio, los fariseos, incapaces de admitir su ceguera, se cerraron a la acción del Señor. «Les dijo Jesús: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora decís: ‘Nosotros vemos’; por eso vuestro pecado permanece”» (Jn 9,41). Podemos acudir a la Virgen para que sepamos reconocer nuestros errores y dejar así que Jesús ilumine nuestra alma.


[1] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 114.

[3] San Alfonso María de Ligorio, Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, 1, 1-5.

[4] Francisco, Homilía, 22-IV-2020.