6 de diciembre – Séptimo día de la Novena a la Inmaculada

Reflexiones para meditar durante la novena de preparación a la festividad de la Inmaculada Concepción. Los temas propuestos son: llenar el corazón; necesidad de purificación; preámbulo de la vida eterna.


SAN JUAN fue el único de los apóstoles que permaneció junto a la cruz. Podemos suponer que para él no tenía sentido huir y que era incapaz de renunciar a ese amor que le llenaba plenamente. Había entregado a Jesús lo más valioso que tenía: su corazón. Por eso, Cristo le confió el mayor de sus tesoros. «Viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Después le dice al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”» (Jn 19,26-27). En este momento es como si Jesús completara aquella bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Los puros de corazón no solamente le verán a él, sino que también recibirán a su madre en su propia casa (cfr. Jn 19,27). «Entregándonos filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, “acoge entre sus cosas propias” a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su “yo” humano y cristiano»[1].

Sabemos que, en la Biblia, por corazón se entiende no solo la esfera sentimental, sino el lugar más íntimo del hombre, aquello que define a la persona misma. En san Juan vemos un corazón apasionado porque no se conforma con llenarlo de cualquier realidad. En los buenos y malos momentos va en busca de lo verdadero, de lo noble, de aquello que refleja el amor de Dios que ha experimentado en Jesús. El salmista expresa esa realidad que está al alcance de todos: «De ti piensa mi corazón: “Busca su rostro”. Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro» (Sal 27,8-9). Solamente Dios puede saciar plenamente los deseos del corazón humano. Por eso, cuando Juan lo encontró, pudo exclamar como Job: «Solo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). En este séptimo día de la Novena a la Inmaculada podemos cultivar con la Virgen María el deseo de buscar el rostro de Jesús. «Donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6,21), dijo el Señor en una ocasión. Precisamente su Madre nos ayuda a descubrir que «el bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios»[2].


EN EL EVANGELIO, en contraste con san Juan y con María, hay personajes que, a pesar de tener a Jesús delante, no lo reconocen. Es el caso de los discípulos de Emaús. Estaban hablando de la reciente muerte del Señor cuando «el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle» (Lc 24,15-16). Dios quiso sanar la ceguera interior que impedía a estos discípulos comprender lo ocurrido en Jerusalén y creer en él. Por esto, Jesús sale a su encuentro, y de nuevo lo hace hoy con nosotros. «No caminamos a tientas en la oscuridad, no vamos vagando en vano en busca de lo que podría ser recto, no somos como ovejas sin pastor, que no saben dónde está el camino correcto. Dios se ha manifestado. Él mismo nos indica el camino». Jesús, a aquellos discípulos, al final de un día que empezó con un reproche, les abrirá los ojos –«¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas!» (Lc 24,25)– y acabará con la fracción del pan.

Por gracia de Dios y debido a su delicada correspondencia, María no experimentó la ceguera interior que proviene del pecado. No siempre comprendió todos los sucesos, pero sus sentidos estaban limpios y abiertos a la sabiduría divina. Por esto supo encontrar el sentido de su existencia en el niño que concibió y que, inerme, tuvo en sus brazos. Ella nos ayuda a purificar nuestra mirada para reconocer a Cristo que pasa por nuestra vida. La debilidad humana y la herida del pecado llevan a valorar la historia desde categorías simples y mundanas, y a esperar en falsas promesas que dejan el corazón triste pues no son las promesas de Dios. María nos puede acompañar en estos días de la novena en la noble batalla «contra los engaños internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados cambian la visión interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas que no son verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas»[3].

Esta necesidad de purificar el corazón no es una humillación. Al contrario, nos lleva a avivar el deseo de ver el rostro de Jesús. Todos los santos han pasado por esta experiencia. San Pedro no respondió a la llamada de Cristo presumiendo de sus méritos y talentos, sino reconociendo su ceguera: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Y en este sentido, san Josemaría escribió: «Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes»[4]. Reconocer que somos pecadores es el primer paso hacia la pureza de corazón, que a su vez nos permite volver a encontrar el rostro del Señor, tan parecido al de su Madre.


PODRÍA parecer que la bienaventuranza sobre los limpios de corazón y la visión de Dios hace referencia a la contemplación que alcanzaremos solamente en la vida futura. Es decir, como si hiciera falta esperar al cielo para recibir la recompensa por la pureza de corazón. Sin embargo, esta promesa de Jesús nos permite saborear la presencia de Dios también en la tierra. Dice el Catecismo de la Iglesia que «la pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina»[5].

María no siempre pudo ver cara a cara a su Hijo. De hecho, pasó un tiempo sin él después de la Ascensión. Pese a todo, no olvidó la misión que le había dado antes de morir en la cruz: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». A partir de ese momento acogió en su corazón puro a todos los hombres de todos los tiempos, y en cada uno reconoce el mismo rostro de Jesús. Ya no vería simplemente «personas», sino hijos por los que su Hijo entregó la vida.

La pureza de corazón nos lleva a ver a Dios en todo lo que nos sucede. En primer lugar, en cada persona. Hemos sido creados para un amor que no mira a los demás como si fuera un objeto disponible para nuestro uso, alguien a quien podemos dominar según nuestro interés o incluso a merced de nuestro capricho. Se trata, más bien, del amor benigno que describe san Pablo: paciente, amable, generoso, humilde… (cfr. 1 Cor 13,4-8). Un amor, en definitiva, que llega a ver la imagen de Cristo de cada persona; el mismo que conformó la vida de la Inmaculada Concepción. «No existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. Cada uno es su hijo, su hija»[6].


[1] San Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 45

[2] Francisco, Mensaje, 31-I-2015.

[3] Francisco, Audiencia, 1-IV-2020.

[4] San Josemaría, Forja, n. 285.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2519.

[6] San Josemaría, Surco, n. 801.