Meditaciones: Solemnidad de san José

Reflexión para meditar en la solemnidad de san José. Los temas propuestos son: la oración de José anima sus acciones; una oración que pone la mirada en Jesús; el patriarca se mueve con la libertad y la confianza que da el amor.

- La oración de José anima sus acciones

- Una oración que pone la mirada en Jesús

- El patriarca se mueve con la libertad y la confianza que da el amor


LAS BIOGRAFÍAS de los grandes personajes suelen estar forjadas por hechos extraordinarios y discursos importantes. Además, muchas veces se insertan en un contexto de crisis existencial o social, en donde su aporte resulta visiblemente importante. De ahí que la figura serena y fuerte de san José, habiendo suscitado tanta devoción a lo largo de los siglos, nos resulte sorprendente: los evangelios no nos transmiten ninguna de sus palabras y su actuación en general fue sencilla, sin muchos dramatismos. A nuestros ojos se nos muestra incluso como un personaje discreto. Sin embargo, «san José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación»[1]. Aunque en su vida no se observan acciones exteriores portentosas, hay una vida interior llena de actividad. En él vemos a un hombre que supo responder a los desafíos desde el silencio de la oración y que, por eso, pudo realizar sus obras con la libertad que emana del verdadero amor.

«Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José “hizo”; sin embargo permiten descubrir en sus “acciones” –ocultas por el silencio– un clima de profunda contemplación»[2]. San Juan Pablo II nos revela así el secreto que se esconde detrás de las obras del santo Patriarca: toda su vida era verdadera oración. San José estaba atento a la voz de Dios que se esconde detrás de todos los sucesos y de todas las personas; eso le permitió escucharle incluso en las tenues imágenes de los sueños. La Sagrada Escritura nos dice que, mientras dormía, descubrió aquella vocación que llenaría de contenido todos los días de su vida: cuidar a Jesús y a María. Un ángel lo visitó de noche para revelarle el plan de Dios y colmar así su deseo de ser feliz haciendo la voluntad de Yahvé (cfr. Mt 1,20). Ni siquiera en esos momentos podemos escuchar la respuesta de José al mensaje angélico; simplemente constatamos que, desde entonces, todas sus acciones son la mejor respuesta a los requerimientos divinos.

Entre la vida interior de san José y sus manifestaciones exteriores ya no vemos ninguna fisura porque transforma su propia vida en un camino de oración. Solo un alma profundamente contemplativa como la suya consigue convertir el sueño de Dios en el suyo propio. San Josemaría predicaba continuamente la hondura que supone unir, de esta manera, lo divino con lo humano: «Acostumbraos a buscar la intimidad de Cristo con su Madre y con su Padre, el Patriarca Santo, que entonces tendréis lo que Él quiere que tengamos: una vida contemplativa. Porque estaremos, simultáneamente, en la tierra y en el Cielo, tratando las cosas humanas de manera divina»[3].


DESDE EL NACIMIENTO de Jesús en Belén, en medio de la pobreza, el santo Patriarca no se habrá cansado nunca de contemplar el rostro de Dios hecho niño. Es fácil imaginar su mirada, llena de cariño, puesta en Jesús durante la primera noche que pasó en esta tierra. Con el pasar de los años recordaría constantemente ese primer sueño divino que le había abierto un horizonte insospechado a su existencia: poder llevar a María y al Niño a su casa. Sin embargo, la oración de José se iría configurando con el tiempo, al ritmo de la vida de Jesús y de los acontecimientos ordinarios. «Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación»[4]. Su vida contemplativa no era nunca una excusa para la pasividad. Todo lo contrario: la precaria tranquilidad de Belén es interrumpida por un nuevo sueño: Dios lo invita a exiliarse con su familia a Egipto. Y precisamente porque su oración es el fuego que lo mueve, se pone en camino de inmediato. De san José aprendemos que toda verdadera renovación, que todo nuevo impulso, nace de una contemplación de Jesús que nos lleva al diálogo con Dios.

La vida de la Sagrada Familia, ya de vuelta en Nazaret, puede describirse así: «El Hijo de Dios está escondido para los hombres y solo María y José custodian su misterio y lo viven cada día: el Verbo encarnado crece como hombre a la sombra de sus padres, pero, al mismo tiempo, estos permanecen a su vez escondidos en Cristo, en su misterio, viviendo su vocación»[5]. A ojos de la gente del pueblo, nada extraordinario sucedía en aquella santa casa que, de alguna manera, es para nosotros también una cátedra de oración en la vida ordinaria. También nosotros podemos vivir en la vida escondida de Cristo. La vida de José y de María se desarrolla en un constante diálogo con Jesús: ellos viven para ver crecer al Señor, pero son ellos los que van creciendo a los ojos de Dios. Ellos cuidan a Jesús en una humilde casa de Nazaret mientras Dios los protege en la gran mansión de su amor.

«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Co 3,3). Nuestra vida de oración nos lleva, como a san José, a refugiarnos siempre en el Señor. El Santo Patriarca pudo soportar la humillación del pesebre, la crudeza del exilio y la aparente monotonía de una vida corriente, porque supo poner su corazón en Jesús: el lugar donde toda situación se torna habitable. Nunca vio su vocación como un conjunto de cosas por cumplir, sino como el regalo inmerecido de poder vivir en todo momento junto al Hijo de Dios.


EL SILENCIO DE san José ante las mociones divinas nos puede servir para adentrarnos en la libertad con que el Patriarca se movía dentro de los planes de Dios. En un primer momento podría parecernos que esa sencillez encierra una vida sin ideales propios o tal vez una respuesta demasiado mecánica. Sin embargo, al contemplarla más de cerca, nos damos cuenta de que se trata, más bien, de una vida colmada por la libertad del amor. La verdadera oración, cuando es un diálogo abierto con Dios, nos va regalando la posibilidad de mirar el mundo, de alguna manera, desde su posición. Entonces nuestra vida adquiere una dimensión distinta, insospechada, como la de san José, que «supo poner fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: la redención de los hombres»[6].

«La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida»[7]. La oración nos hace verdaderamente libres porque nos permite adentrarnos en la lógica de la entrega, en una lógica que nos vuelve más ligeros y nos permite dar el peso adecuado a cada cosa. Cuando entablamos un diálogo constante con Dios, nuestras vidas ya no están supeditadas necesariamente a nuestros gustos o cansancios, aunque estos no dejen de existir. Tampoco nuestras miserias nos preocupan demasiado, porque sabemos que él acude en nuestra ayuda para curarnos y para convertirlas en fuente de vida, como fueron las manos llagadas y el costado abierto de Cristo.

Pero esto no significa que la vida de oración de san José no haya conocido dificultades. Sabemos que en una ocasión, de vuelta de Jerusalén, se perdió Jesús adolescente (cfr. Lc 2,45). Podemos imaginar con qué angustia lo buscaría. Por su cabeza pasarían tantos recuerdos entrañables con una distinta tonalidad. Quizá se le escaparía alguna lágrima. Sin embargo, durante los tres días que duró su incertidumbre, no había dejado de perseverar interiormente «fijos los ojos en Jesús» (Hb 12,2). Su búsqueda exterior, otra vez, era el reflejo de su constante búsqueda interior. El santo Patriarca no comprendió la respuesta que le dio Jesús cuando por fin lo encontró en el templo, pero su vida ya se encontraba de tal modo en las manos de Dios, que incluso entonces se dejó guiar por él. Ahí radica la grandeza de la personalidad de san José y que le pedimos en el día de su fiesta: confiar plenamente en Dios. Y Dios nunca defrauda, porque sus sueños para nosotros, aunque a veces nos superan, son siempre buenos.


[1] Francisco, carta apostólica Patris corde, Introducción.

[2] San Juan Pablo II, Redemptoris custos, n. 25.

[3] San Josemaría, Apuntes de la predicación oral, 26-V-1974.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 52.

[5] Benedicto XVI, Discurso en los jardines vaticanos, 5-VII-2010.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

[7] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 7.