- La pobreza, camino hacia Jesús.
- El tesoro del pobre de espíritu.
UN DÍA, mientras san Francisco de Asís rezaba en la iglesia de San Damián, oyó estas palabras: «Ve y repara mi casa en ruinas». Tomó al pie de la letra esta inspiración y se dedicó a la reconstrucción de pequeñas capillas en ruinas que se encontraban en las cercanías de Asís. Más tarde entendió que por «casa» Dios no se refería solamente a los templos materiales, sino a las personas, es decir, a los cristianos de su época. Y esa restauración se llevaría a cabo a través del desprendimiento de los bienes materiales. Otro día, tras oír las palabras de Jesús «no llevéis oro, ni plata, ni alforja» (Mt 10,9), se despojó de todas sus posesiones y comenzó una vida dedicada únicamente al anuncio del Evangelio[1].
Francisco de Asís fue un santo que, entre otras cosas, redescubrió el vínculo profundo entre la pobreza y el camino que lleva a Dios. Todos estamos llamados a recorrer esa senda, con las particularidades propias de la vocación que cada uno ha recibido. «Quien no ame y viva la virtud de la pobreza –recuerda san Josemaría– no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana»[2]. Es decir, aunque las situaciones externas de estas personas sean muy distintas, todos pueden vivir la pobreza con un auténtico espíritu cristiano.
San Josemaría sugería algunos modos de hacerlo a cristianos que viven en medio del mundo: no crearse necesidades, cuidar lo que se tiene, prescindir de algo, dar lo mejor a los demás, aceptar con alegría las incomodidades, no quejarse si falta algo… Al mismo tiempo, señalaba que no se trata tanto de vivir según una serie de criterios, sino de escuchar «esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida»[3]. Hoy podemos pedir a san Francisco de Asís que nos ayude a ver cómo podemos recorrer ese camino de pobreza que lleva a la felicidad junto a Cristo.
«BIENAVENTURADOS los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3): así inicia Jesús el Sermón de la montaña. El Maestro ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. «Es sabiduría y virtud el no apegarse de corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa. El verdadero tesoro que debemos buscar sin detenernos está en las “cosas de arriba”, donde se encuentra Jesús a la diestra del Padre»[4].
La virtud de la pobreza nos lleva a llenar de sabiduría nuestra relación con los bienes que Dios ha creado. El pobre de corazón disfruta de las cosas, sin ser poseído por ellas; sabe detectar en su interior esa tendencia que tenemos a construir nuestra vida, incluso de manera no tan consciente, como si la felicidad dependiera fundamentalmente de lo que tenemos. La pobreza nos permite darnos cuenta de lo engañosas que son muchas «seguridades» materiales, o de lo efímeros que son ciertos momentos de consuelo que no tocan el fondo del alma. La pobreza de espíritu nos permite, en fin, disfrutar verdaderamente de la realidad, porque nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios, independientemente de las circunstancias externas.
San Francisco de Asís consideraba a la pobreza como la dama de su corazón: «Las almas que se enamoran de ella –escribió el santo– reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo, porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad»[5]. En efecto, aunque a veces se nos haga pensar que la prosperidad y el confort son la clave de la felicidad, la experiencia humana y cristiana es diversa; nos damos cuenta de que la verdadera alegría de una persona se mide más bien por la profundidad y la autenticidad de sus relaciones. Esa es la riqueza del pobre de corazón.
SAN PABLO escribe en su carta a los Gálatas: «Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos unos a otros por amor» (Gal 5,13). Y a continuación, recuerda dos preceptos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14), «llevad los unos las cargas de los otros» (Gal 6,2). La virtud de la pobreza nos lleva también a sentir la responsabilidad de ponernos al servicio de los demás, sobre todo de los más débiles. «No podemos sentirnos “bien” cuando un miembro de la familia humana es dejado al margen y se convierte en una sombra. El grito silencioso de tantos pobres debe encontrar al pueblo de Dios en primera línea, siempre y en todas partes, para darles voz, defenderlos y solidarizarse con ellos»[6].
Cuando Jesús invita a sus discípulos a hacerse amigos de la riqueza (cfr. Lc 16,9), lo hace porque inmediatamente les empuja a transformar aquellos bienes en relaciones; es decir, a usar los dones recibidos de Dios para el crecimiento de los demás. «Si somos capaces de transformar las riquezas en instrumentos de fraternidad y solidaridad, nos acogerá en el Paraíso no solamente Dios, sino también aquellos con los que hemos compartido, administrándolo bien lo que el Señor ha puesto en nuestras manos»[7].
Esto mismo es lo que vio san Josemaría en muchas personas. En concreto, ponía como ejemplo a una mujer anciana que, en medio de una vida sin apuros económicos, «no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir con esa pobreza de espíritu, camino que nos lleva a Dios: es decir, a nuestra felicidad y a la de los demás.
[1] Cfr. San Francisco de Asís, Testamento de Siena, 4.
[2] San Josemaría, Conversaciones, n. 110.
[3] Ibíd., n. 111.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 5-VIII-2007.
[5] San Francisco de Asís, Florecillas, 13.
[6] Francisco, Mensaje, 13-VI-2020.
[7] Francisco, Ángelus, 22-IX-2019.
[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 123