Casualidades

Historia recogida en el libro "Los cerezos en flor", de José Miguel Cejas (Rialp, 2013)

"Las palabras no tienen alas,

pero pueden volar mil kilómetros".

Proverbio coreano

Soy coreana y vivo en Kioto desde que me casé. Tengo tres hijos: la mayor es Hikaru (luz, en japonés) de cuatro años. Su nombre cristiano es Ana María. Luego viene un niño, Kaoru, perfume. Tiene dos años y al bautizarle le pusimos Josemaría. Y hace cinco meses nació María Teresa, una niña preciosa, cuyo nombre significa abundancia: Michiru.

No son nombres elegidos al azar. Están estrechamente ligados a mi vida, que ha sido, aparentemente, un conjunto de casualidades. ¿Casualidades?

Nací en Pusan, en el sudeste de Corea, un país en el que los cristianos somos relativamente pocos: menos de catorce millones para una población de cincuenta millones de habitantes. De esos casi catorce millones, dos tercios pertenecen a diversas confesiones y el otro tercio somos católicos. Es una iglesia viva, con numerosas conversiones.

Cecilia Kim Awano es coreana, pero vive en Japón desde hace varios años.

Mi familia es cristiana desde hace dos generaciones: es decir, desde que la Iglesia vivió su primera etapa de paz, porque el catolicismo en Corea es todavía joven. (…)

Desde pequeña mi gran ilusión era dominar varios idiomas y aprendí, entre otros, el japonés y el inglés. A los 21 años viajé a Inglaterra para practicar el inglés y perfeccionarlo.

Estando en Londres, fui al aeropuerto para despedirme de una amiga japonesa que regresaba a Japón; y coincidí por casualidad en la sala de espera con una chica española, Carmen, que se estaba despidiendo de una amiga coreana que regresaba a mi país. Comenzamos a charlar, porque nos divertía la mezcla de nacionalidades y despedidas, y en un determinado momento le dije a Carmen, de broma:

-No te preocupes porque se vaya ésta: ¡a partir de ahora yo seré tu nueva amiga coreana!

No fue más que una broma, pero de hecho, nos intercambiamos nuestros respectivos teléfonos y acabamos siendo amigas.

Carmen iba por Lakefield, un centro del Opus Dei en Hampstead. Me invitó a conocerlo y poco tiempo después empecé a asistir a unas clases sobre la vida cristiana. Me hablaron de Dios, de la fe, de la vida de sacramentos, de la santificación del trabajo…

Mi familia es cristiana desde hace dos generaciones: es decir, desde que la Iglesia vivió su primera etapa de paz, porque el catolicismo en Corea es todavía joven.

Si tuviera que ponerle un nombre a aquel tiempo sería hikaru, como mi hija mayor: porque gracias a la Obra se llenaron de luz muchos aspectos de mi vida que permanecían en sombra. En Lakefield comprendí con cuánto cariño me había cuidado Dios desde que nací; y vi que, a pesar de mi ignorancia, Él me había ido dirigiendo hacia el Bien, sin que yo me diera cuenta…

Cuando terminé de estudiar el catecismo, hice la Primera Comunión y me confirmé. En abril de 1997, tres meses antes de graduarme, el Señor me concedió uno de los grandes dones de mi vida: la vocación al Opus Dei.

Al terminar mis estudios en Londres vine a Japón, para perfeccionar mi japonés, y al cabo de unos años regresé a Seúl, donde comencé a estudiar castellano, porque –como he dicho- me apasionan los idiomas. Y tras una breve temporada en Alicante, regresé de nuevo a Londres.

Y estando allí, un día de verano de 2003, me dirigí como de costumbre a la estación de metro de Barbican para regresar a mi casa. En la entrada, junto al mapa del metro, había un chico japonés que estaba buscando la estación más cercana a una gran librería del centro de la ciudad y no la encontraba. Se la indiqué, me dio las gracias y al despedirnos me preguntó si podía acompañarle a la librería, porque no conocía a nadie en Londres y no dominaba el inglés.

Yo no suelo aceptar invitaciones de ese tipo por parte de desconocidos, pero su modo de comportarse, tan correcto y educado, me dio confianza y le dije que sí. Se llamaba Tatsuya y era muy simpático. Me contó que había estudiado en la Universidad de Kioto y vivía en Suecia, donde preparaba su doctorado en Biología. Llegamos a la librería, compró el libro y comenzamos a despedimos.

-¿Por qué no me dejas tu e-mail? –me preguntó al terrminar.

Dudé antes de contestar, pero pensé que una simple dirección de correo no me comprometía a nada, y le dije:

-Bueno…

Aquel encuentro me dejó una impresión agradabilísima, semejante a la que exhala un perfume  -kaoru, en japonés- y empezamos a escribirnos; y a medida que los correos electrónicos iban y venían desde Inglaterra a Suecia, me iba quedando cada vez más asombrada de sus cualidades, y… -por qué no decirlo- me iba enamorando de él.

En uno de aquellos correos me contó que había conocido a una familia de polacos católicos, y que, al ver la vida que llevaban, se había interesado  por el catolicismo. Tatsuya había estudiado en una escuela católica en Kioto, donde había oído hablar algo sobre Jesucristo, pero con poco interés por su parte.  ¡Y precisamente en Suecia – pensaba yo-, donde hay tan pocos católicos -menos de 150.000, para nueve millones de habitantes- había conocido a una familia católica!

Mail tras mail, me fue relatando su acercamiento a Cristo, al ver la coherencia de vida de aquellas personas. En otro correo me dijo que estaba yendo a unas clases de catequesis. Le envié Camino en japonés, que le encantó.

Del email pasamos a las llamadas telefónicas, y muy pronto al skype (menos mal, porque si no, el noviazgo nos habría salido carísimo) y decidimos que teníamos que vernos lo antes posible. Eso no resultaba fácil, ni barato, porque Inglaterra y Suecia no están tan cerca entre sí como parece en algunos mapas. Al fin, nos reencontramos de nuevo en enero de 2004, medio año después de habernos conocido. Era la segunda vez en nuestra vida en la que hablábamos cara a cara, en carne mortal; hasta entonces, salvo aquellas tres horas en el metro y la librería, toda nuestra relación había sido exclusivamente cibernética.

Tatsuya me dio una noticia y me hizo una propuesta. La noticia era que había decidido bautizarse en la Iglesia Católica el mes siguiente. Y la propuesta era que quería casarse conmigo lo antes posible. ¡Yo no podía negarme –me decía- porque era la única chica católica que conocía!

No acababa de creérmelo: pensaba que este tipo de cosas –un encuentro fortuito en el metro, un flechazo, etcétera -sólo pasaban en las películas. Pero no; aquello era real; tan real que en el mes de febrero viajé a Suecia para asistir a su bautizo en una parroquia de Umeo; y el 26 de junio de 2004, fiesta de San Josemaría, un año después de habernos conocido, nos casamos en Kioto. Y ahora los dos somos del Opus Dei.

Soy muy feliz, y se entiende que el nombre japonés de María Teresa, mi hija pequeña, sea abundancia, Michiru. Ese nombre es una acción de gracias al Señor, que nos ha dado tantísimos dones.

La verdad es que tener tres hijos pequeños y tan seguidos da bastante trabajo; pero no ceso de dar gracias a Dios por todo, especialmente por ese conjunto de casualidades, regalos de su Providencia, que me ha concedido.

Cecilia Awano Kim