Miércoles Santo

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Amaneció el 25 de marzo, fecha en la que la Iglesia celebra la fiesta de la Anunciación de la Virgen. Aquel año aquella fiesta quedaba como velada por la celebración del Miércoles Santo que anunciaba la inminente Pasión del Señor.

Su madre intuyó que se acercaba el final. Montse apenas hablaba. Estaban junto a ella, noche y día, Manuel, sus hijos mayores, Lía, Montse Amat, y pocos más. Permanecía sumida en un intenso sopor durante casi todo el tiempo. En un determinado momento abrió los ojos y dijo, haciendo un gran esfuerzo por pronunciar las palabras:

-"¡Cuánto te quiero, cuánto te quiero!"

Más tarde añadió:

-"Os quiero mucho a todas. Pero al Señor más, mucho más".

Entre los conocidos que venían a visitarla con frecuencia estaba la madre de María Luisa Xiol, que preguntaba todos los días por ella. Y llamaban constantemente familiares, amigos, vecinos... Pero sus padres habían decidido que no viese a nadie porque estaba totalmente agotada.

No debía verla nadie. Sin embargo..., ¿cómo no hacer una excepción con Rosa?

"Su madre -cuenta Rosa-" llamó por teléfono a mi casa para decirme que fuera enseguida, porque Montse se estaba muriendo... Pero yo estaba fuera en ese momento y mi madre le dijo: 'pues no sé dónde estará Rosa, porque se ha ido a merendar con unas amigas'.

Entonces llamó al Lezo. Sabía que yo había ido muchas veces a merendar con Montse a esa chocolatería, porque desde que se puso enferma le dejaba siempre el teléfono de donde íbamos para que no sufriera. Y allí me encontró.

Fui enseguida. Era el Martes Santo. La señora Grases me preparó: 'Rosa, te impresionará, la encontrarás muy cambiada... el Señor quiere llevársela, tenemos que aceptar su Voluntad... Le dio mucha alegría recibir tu palma el domingo de Ramos y quiso que la pusiera enseguida junto a la Virgen...' Yo temblaba... Hacía muchos días, unas tres semanas, que no la veía. Me impresionó mucho verla así. Era... un cadáver viviente. La pobrecita estaba hecha una ruina. A través de la piel de la mejilla se le adivinaba toda la dentadura. Estaba en los huesos.

La despertaron: 'Montse, mira: es Rosa, viene a despedirse de ti...'. Me miró y me reconoció. Pero no me pudo decir nada. Dirigió la vista hacia la palma que yo le había enviado días antes y me apretó la mano fuerte. Le di un beso y le dije al oído que se acordara de mí. Sonrió y me asintió con la cabeza y con la mirada... Su madre me dijo que le iban a traer la Comunión. Pero yo estaba demasiado impresionada, me sentí sin ánimos y me fui..."

Aquella misma tarde fue a visitarla también don Emilio Navarro. Montse empeoraba por momentos: a veces intentaba articular palabras, pero no lo conseguía. Don Emilio intentó comprender qué les quería decir; llamó a su madre, que tampoco logró entenderla. Entonces, mediante señas, Montse pidió un lápiz y escribió débilmente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, el nombre de su hermano seminarista. Entendieron que le pedía a don Emilio que cuidase de su vocación sacerdotal.