"Hijina, da gusto hablarte del Cielo -le dijo un día su madre-, porque así te veo sonreír".
Era verdad. Se sentía feliz al pensar que el Cielo estaba cada vez más cerca. Y se lo decía a todo el mundo: a sus amigas, a sus hermanos, a Lía:
-"Nadie lo creería, pero estoy muy contenta".
-"Pues nada Montse -le animaba Lía-, un poco más de paciencia y a disfrutar para siempre".
¡Para siempre! Aquella palabra de ecos teresianos -así animó la Santa de Avila a su hermano cuando salieron a escondidas por la Puerta del Adaja, "a que los descabezasen los moros"-, le daba ánimos y fuerzas: ¡Para siempre!
-"Jorge, ¿te das cuenta? -le comentaba a su hermano- Feliz, feliz para siempre, recuérdalo, ¡para siempre!"
No era un "para siempre" egoísta. "Os aseguro -repetía- que desde el Cielo os ayudaré mucho; no os dejaré nunca".
Pero, en la tierra -le recordaban- ¡aún podía hacer tanto! Esa seguridad la llevó a "la sed de padecer" de las almas santas, y a una confianza filial basada en que, si Dios le daba la carga, El le daría la fuerza...