6. QUIERO VER TU ROSTRO, SEÑOR

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

En esta fotografía aparece junto con María Teresa González Garay. Se la ve serena y feliz. Amaba la vida, porque es un don de Dios; y aceptaba con la misma alegría la muerte, si era la Voluntad de Dios. Deseaba vivir y deseaba morir al mismo tiempo: en definitiva, deseaba lo que Dios quisiese. Pero, a medida que pasaban los días, lo mismo que le sucedió a María Ignacia García Escobar, crecía en su alma, con ímpetu irrefrenable, el deseo de ver el rostro del Señor: "Vultum tuum, Domine, requiram! ¡quiero ver tu rostro, Señor!" Aquel deseo de ir al Cielo que hacía suspirar a María Ignacia "ay si fuera hoy mismo!" se fue apoderando también, con una fuerza inusitada, del alma de Montse.

Por eso, cuando hablaba con unos y otros, no fingía. Era sincera con ellos: deseaba vivir y deseaba irse al Cielo. Tomaba las medicinas con aquella indiferencia que tanto sorprendía a su madre, porque sabía que por encima de aquellas medicinas estaba la Voluntad de Dios. Y como veía a Dios como a un Padre amoroso, que siempre disponía lo mejor -aunque fuera, tantas veces, humanamente incomprensible-, esperaba la vida -o la muerte- con serenidad y paz, tranquila y sonriente. Si Dios era la felicidad plena y esa felicidad era para siempre, ¿por qué se iba a poner triste? ¡Hasta tenía tiempo para arreglarse!

Nunca, a pesar de su situación, abandonó el cuidado de su aspecto externo. "Se cepilló los dientes -anota su padre- hasta el último día".

Esto sorprendía a los que la cuidaban, pero no había por qué asombrarse: era una muestra delicada, pequeña como todo lo suyo, de caridad con los demás. ¿No había aprendido a tocar la guitarra para alegrar a los que la rodeaban durante aquellos días duros? Aquel cuidado personal era también una manifestación de caridad, pequeña pero eficaz, porque nada desanima más que ver a un paciente desmadejado en la cama, con un desaliño que es la muestra externa, tantas veces, de la desesperanza interior, del desaliento, del "ya, qué más da".

"A veces -recuerda Carmen Salgado- le decíamos al llegar: 'Montse, ¡qué guapa estás hoy!'. Y contestaba divertida:

-¡Es que me he acicalado para estar guapa cuando vinierais!"

Sin embargo, por mucho que hiciera por disimularlo, su estado de salud se iba empeorando a ojos vista. Había perdido casi totalmente el apetito y se repetían día tras día, penosamente, las recomendaciones de sus padres:

-"¿Montse, no quieres un poco más?... Esto de aquí, que está muy rico..."

Al final, para animarla a tomar algo, invocaban el argumento decisivo:

-"Montse, ánimo... mira: esto ofrécelo por una vocación".

Entonces se lo tomaba, aunque cada cucharada era un verdadero tormento. Y nunca pidió comida especial.

Llegó un momento en que sólo podía calmar la sed con líquidos, como la leche con cacao. "Como no la vendían en los alrededores de su casa -cuenta Carmen Salgado-, yo se la llevaba. Pero ella no quería que eso me causara molestias. '¿Has tenido que venir expresamente?', me preguntaba siempre...; y yo le daba siempre alguna excusa para que no sospechara que iba sólo a donde lo vendían para comprar eso".