3. 24 DE SEPTIEMBRE DE 1958. LA CASA DE QUIROS

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Odiaba el dramatismo; pero no el arte dramático. Y aquel verano se preparaba para actuar en la "Gran Compañía Titular de Teatro de Seva", como se autodenominaban pomposamente, haciendo gala de buen humor, todo los del grupo de "hijos de veraneantes". No hizo falta animarla mucho: le divertía, como a cualquier chica de su edad, disfrazarse y hacer reír un rato a los demás, como se comprueba en esta fotografía:

"Sin embargo -comenta su madre- no quiso aceptar el papel de protagonista que le dieron al principio; porque era el de una chica con amores contrariados y no le pareció apropiado para ella. Y no paró hasta que no le cambiaron el papel".

Este "cambio de papeles" puede sorprender, pero no es más que la puesta en práctica de ese saber "huir de las ocasiones", que la Iglesia recomienda a los cristianos desde hace siglos. Desde luego, participar en aquella obra de teatro no era en sí, ni mucho menos, una ocasión moralmente peligrosa. El ambiente humano de su grupo de amigos respiraba limpieza y buen humor: frecuentaban los sacramentos y, como ya hemos visto, demostraban con sus propias vidas que las diversiones juveniles no tienen por qué situarse entre estos dos extremos: o ñoñas o paganas, como ya alertaba el Fundador del Opus Dei en "Camino". Pero, como es natural entre chicos y chicas de dieciséis y diecisiete años, empezaban a surgir enamoramientos y "flechazos"; se hablaba de que "éste me gusta" y se comentaba que "ésta te ha mirado, ¿no te has dado cuenta?" Y Montse le había entregado su corazón entero al Señor.

Podía haberle entregado su corazón a una criatura; pero, al responder generosamente a la llamada de Dios, lo había puesto, como enseñaba el Fundador del Opus Dei, "entero, joven, vibrante, limpio, a los pies de Jesucristo: porque nos da la gana -que es una razón bien sobrenatural- corresponder a la gracia del Señor". Sabía por tanto que, para ella, vivir la virtud de la Santa Pureza con naturalidad no consistía sólo en no "hacer lo que hace todo el mundo -falso sentido de la naturalidad-, sino también en ser cada vez más fiel a esa llamada de Dios, apartándose de todo lo que pudiera enturbiarla. Es decir: su naturalidad consistía ahora en obrar conforme a la vocación específica que Dios le había dado, con fidelidad y coherencia.

No tenía sentido por tanto -lo veía muy claro- que saliera ahora en una obra de teatro haciéndole arrumacos de cariño al protagonista masculino delante de todo Seva, por muy divertidos, cómicos y fingidos que fuesen. No se engañaba.

Logró el cambio de personaje después de algunos esfuerzos y cierta mano izquierda. Fue una manifestación plástica de su modo concreto de huir de las ocasiones. No se apartó del mundo -sabía que Dios la llamaba a hacerse santa en medio del mundo-; pero se apartó de lo que para ella, en su circunstancia concreta, era inconveniente. Y en vez del papel de la joven protagonista -que era el que le habían asignado, sin duda el más atrayente y el de mayor lucimiento escénico- eligió el secundario de doña Cástula, una viejuca de setenta años, respondona y antipática.

Doña Cástula no era personaje precisamente atractivo para una chica de su edad; pero estaba claro que Montse no buscaba simpatías ni protagonismos humanos, sino ser fiel al Señor; y que -como recuerda Lía- evitaba todo aquello que presentía que podría provocarle algún problema".

Resuelto el problema del personaje, se enfrentó con otro: el de aprenderse de memoria aquel papel. No era tarea fácil, pero: "no os preocupéis -decía- ya saldrá".

La pieza que la Gran Compañía Titular de Teatro de Seva llevó a las tablas del Teatro de la parroquia en esta ocasión era "La Casa de Quirós", una farsa cómica en dos actos de Carlos Arniches, que se había estrenado a comienzos de siglo en el Teatro Cómico de Madrid: el 20 de noviembre de 1915, para ser exactos.

La representación tuvo lugar el 24 de septiembre, fiesta de la Merced. En la pieza salían a relucir las aventuras y desventuras de dos jóvenes enamorados, que debían defender su amor contra las convenciones sociales. Era un tema de cierta "denuncia social" que el autor resolvía con gracia y agilidad escénica. El sentido de la denuncia se había ido diluyendo con los años; pero, afortunadamente, permanecía lo mejor de Arniches: el humor.

Después de muchos preparativos y ensayos llegó la hora crucial. Al fin se hizo el silencio en la sala, mientras se apagaban los últimos murmullos del público. Por detrás de las bambalinas hubo, como era de esperar, nerviosismos, risas contenidas, prisas y despistes de última hora. Los asistentes aguardaban con interés: les habían dicho que la representación de este año superaría a la del año anterior, y con creces. Habría que verlo. Después de las presentaciones de rigor, se alzó el telón.

Y allí estaba Montse, en mitad del escenario, disfrazada de anciana, vestida de negro, con unas gafas caladas y un manojo de llaves prendido de la cintura, como pedía Arniches. Representaba a una vieja ama de llaves de una casa solariega castellana. El autor pedía también que hubiese gallinas picoteando por el suelo, una campana al viento que lanzase pausadas vibraciones y que se escuchase "a lo lejos el cacareo de un gallo". Se hizo lo que se pudo, porque las exigencias de los autores teatrales no están siempre al alcance de todas las fortunas...

La primera escena comenzaba con brío. Montse -es decir, doña Cástula- charlaba con Librada, una criada respondona y divertida, y Modesta, y se enzarzaba a los dos minutos con Sol -María Luisa Xiol, a la sazón-, que demostraba tener poco apetito. Tenía que contener la risa, y simular el peor de sus genios cuando aparecía en escena el bruto de Lucio:

Lucio.- "Guas tardes"

Doña Cástula.- "¡Pues mira que este otro!"

Sol.- "¿Quién es éste?"

Modesta.- "El criao nuevo"

Sol.- "¡Qué cara!... ¡Pero si eso es la caricatura de un ajo porro!"

Las risas de los asistentes interrumpieron la actuación. Los actores y actrices se contuvieron también la risa.

Doña Cástula.- "Oye tú...: ¿a dónde vas?"

Lucio.- "¿Eh?"

Librada.- "Que ande vas."

Lucio.- "No voy, que vengo."

Doña Cástula.- "Bueno, pero ¿de dónde vienes?"

Lucio.- "De ahí ajuera."

Doña Cástula.- "Bueno; pero ¿de qué?"

Al fin lograron que Lucio se presentara y les contara en su jerga particular, no demasiado académica, lo que le había sucedido en la capital:

Lucio.- "Pues jue que entremos en un comeero a comer, y toas las personas, dimpués de la comía, ascomenzaron a meterse madericas en la boca y a chupala, y díjeme yo: 'deben ser dulces', y agarro una y estoy media hora chupa que te chupa, hasta que tuve que tirala, que no me sabía a na, y eso que mastiquéla y to."

Sol.- "Pero hombre, si eso son mondadientes."

Lucio.- "Será lo que usted quiera, pero debían cocelos."

Sol.- "¡Qué rusticidad tan encantadora... comerse los mondadientes!"

Doña Cástula- "No lo he conocido más bruto."

Luego la trama se complicaba. Casimiro y Sol buscaban un ardid para que el terrible don Gil otorgase la mano de su hija, pero don Gil no estaba por la labor. "¡La mano de una Quirós del Pulgar y Carrillo de Peñas Altas -gritaba, hecho una furia- sólo será para un noble!"

Sin embargo, a Casimiro no lo amedrentaba cualquiera: "La mano se la dará usted a quien le dé la gana -protestaba- pero el resto me lo ha ofrecido a mí la interesada".

La escena se iba complicando, entre las carcajadas del respetable, hasta llegar al acto segundo, que no contaremos para no privar al lector del placer de su lectura, en el que Montse abría la escena gritando:

-"¡Ay que esto no es pa mis años!... ¡Ay Madre de la Piedad, que yo me muero!"

Ahora Montse ya sabía perfectamente lo que estaba diciendo. Y un estremecimiento de tristeza recorrió todo el auditorio.

"No me esperaba -comentaba su madre a la salida del Teatro de la Parroquia- que Montse actuara con tanta soltura y con tanta gracia". Hubo parabienes y felicitaciones para toda la Compañía. Fue una tarde muy divertida, pero Montse volvió agotada a Villa Josefa.

"Era la fiesta de Nuestra Señora de la Merced -recuerda su madre- y lo digo con mucho cariño: nunca se me ha ocurrido pensar que podría haber sido en otro día, cuando empezó nuevamente a tener dolores..."

Precisamente en aquel día, mientras todos reían con las ocurrencias de doña Cástula, el sufrimiento había hecho de nuevo su entrada en la escena de su vida. Y ya no la dejaría. Montse había logrado algo más que disimular su dolor: lo había convertido en alegría, en risa. Nadie podía sospechar lo que sufría mientras todos reían con su actuación.

El verano terminaba. Montse fue a Barcelona para matricularse en "L'Escola". Luego, regresó a Seva. "La pierna fue empeorando -recuerda María Luisa-, y organizábamos cosas en lugares cercanos para distraerla, aunque a veces, con el egoísmo vital de la juventud, que tiende a olvidar las cosas que no le afectan, hacíamos vida normal... Estoy segura que a Montse esto le afectaba, pero nunca nos dijo nada".

Aquel empeoramiento no fue ninguna excusa para alterar el ritmo de su vida de piedad. Como recuerda Ana María, que pasó algunos días con ella en Seva, acudía a Misa todos los días, rezaba las tres partes del Rosario, hacía un rato de oración por la mañana y otro por la tarde y cavilaba qué podía hacer para aprovechar mejor el tiempo: "tuvo la idea de hacer cosas de artesanía para venderlas".

Llegaron los últimos días de septiembre y los Grases empezaron a recoger la casa para trasladarse de nuevo a Barcelona. Los pequeños apilaron en montones, como todos los veranos, la pinaza del jardín sirviéndose de pequeños rastrillos. Balbina iba de acá para allá, doblando la ropa, cerrando ventanas y deshaciendo camas. Sus padres hacían las maletas...

Todos lo sabían: Montse ya no volvería nunca más a Seva. Ana Xiol y varias amigas fueron a despedirla. Mientras hablaban en el jardín -por última vez- dieron las doce de la mañana y Montse les pidió que rezaran el Angelus con ella.

No pudieron evitar la emoción. Mientras rezaban empezaron a saltárseles las lágrimas. Montse, sin embargo, permanecía serena.