Encarnita Ortega

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Mientras los Grases celebraban la llegada del primer hijo y soñaban con su futuro, en Madrid don Josemaría proseguía su labor apostólica y soñaba con realizar la expansión del Opus Dei por todo el mundo. Pero las circunstancias políticas eran cada vez más adversas: Hitler había invadido Polonia en el mes de septiembre del año anterior y Francia y Gran Bretaña habían declarado la guerra a Alemania. El mundo se precipitaba por el abismo de la Segunda Guerra Mundial. Habría que aplazar de nuevo los comienzos en París y en tantas ciudades del mundo.

El Fundador empezó, mientras tanto, a desplazarse por los cuatro puntos cardinales de la piel de toro. Estos viajes rebosaban amor de Dios, ilusión y dificultades materiales. En la actualidad, con el desarrollo de los medios de transporte, resulta difícil hacerse una idea de lo que significaban aquellos viajes desde el punto de vista material. A veces -retrasos incluidos- eran viajes de ocho y diez horas, hacia ciudades que distaban en muchas ocasiones cuatrocientos y quinientos kilómetros: horas de traqueteo incesante de tren, entre vaharadas de humo y carbonilla, en aquellos viejos y desvencijados vagones de bancos de madera; con otro viaje de vuelta el domingo por la noche para regresar a Madrid, donde don Josemaría proseguía trabajando, sin descansar, el lunes por la mañana...

En uno de esos viajes se acercó hasta Valencia para predicar unos ejercicios espirituales. Nada más llegar, la noticia corrió como la pólvora: ¡Había llegado el autor de "Camino" y se disponía a dirigir unos Ejercicios Espirituales para chicas jóvenes en Alacuás!

En Alacuás estaba la Casa de Ejercicios de las Operarias Doctrineras. Era un edificio sencillo, con una capilla grande para la Bendición mayor y otra más pequeña para el resto de los actos, un comedor con mesas alargadas y bancos de madera, y un pequeño jardín con naranjos. Acudieron tantas jóvenes -más de treinta- que se llenó la casa y un grupo tuvo que ir y volver todos los días hasta la ciudad. Entre esas jóvenes estaba Encarnita Ortega, una chica muy joven, rubia, con los ojos claros y el gesto decidido. Estaba allí -pensaba ella- aquel 30 de marzo de 1941, Domingo de Ramos, por pura casualidad. No sabía nada del Opus Dei; había leído "Camino" y su hermano le había hablado muy bien de aquel sacerdote: eso era todo.

"Había leído la primera edición de 'Camino', recientemente aparecida, pocos días antes -cuenta Encarnita-; y al enterarme de que el autor de aquel libro iba a dirigir la tanda de ejercicios, decidí hacerlos, para ver cómo hablaba aquella persona que escribía así (...).

Comenzaron los ejercicios. Entramos en la capilla. Poco después llegó nuestro Padre. Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañarnos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y de ser generosa con El. Vencí la pereza y, por buena educación, fui a saludar al Padre (...).

Después de un brevísimo preámbulo, con un gran asombro por mi parte ya que no conocía su existencia, el Padre, como en hipótesis, me explicó en síntesis la Obra: buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin salirse de su sitio; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos, convirtiendo -sin hacer cosas raras- la calle en celda... Me habló de la filiación divina como nota que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajaban así y su gran importancia; de inquietud apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía...

No sabía que existiese el Opus Dei, pero en aquel momento lo vi perfectamente estructurado y me asustó mucho que Dios me pudiera pedir lanzarme a los comienzos de algo que me parecía maravilloso, que me iba perfectamente, pero que lo exigía todo. Hice el propósito de no volver nunca a encontrarme, frente a frente, con el Padre. A pesar de esa decisión, no podía dormir ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador... Aquella idea la tenía viva, constantemente.

En cada meditación, como para poner distancia a la llamada de Dios, me ponía en una fila más atrás de sillas -en la capilla había sillas, no bancos-, pero las palabras del Padre sobre los novísimos, la vida oculta y pública de Jesús, la elección de los primeros doce... eran un despertador continuo.Llegó el último día y la última meditación de aquella jornada. Sólo faltaba, a la mañana siguiente, la plática sobre perseverancia y la Santa Misa. Agudicé mis preocupaciones y me puse en la última fila y en el centro: así me encontraba más defendida.

Entró el Padre en la capilla. Repitió la oración preparatoria, que siempre me impresionaba tanto, y comenzó a hablar sobre la Pasión del Señor. Desde el Cenáculo, donde nos había dado la gran prueba de Amor de la institución de la Eucaristía, nos llevó hasta el Huerto de los Olivos. Allí, después de dejar a la entrada a casi todos los apóstoles, acompañado de tres, a quienes pidió que orasen y vigilasen, se postró en oración. El Padre nos hizo sentir el sufrimiento de Jesús: visión de todos los pecados de los hombres; ingratitud; angustia física ante el pensamiento de la Pasión; soledad... El Señor fue a buscar un poco de consuelo en aquellos tres discípulos que había llevado con El y ¡los encontró dormidos! Renovada su oración, era tal su angustia, que ¡sudó sangre!... Con gran viveza nos presentó este momento. Y, a continuación, nos dijo: Todo eso lo ha sufrido por ti. Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está pidiendo, ten la valentía de mirar al Sagrario y decirle: eso que me estás pidiendo ¡no me da la gana!

Seguidamente, nos explicó la flagelación con tanta fuerza que parecíamos testigos oculares. Y la coronación de espinas. Y la cruz a cuestas. Y cada uno de los sufrimientos de la Pasión... Después de cada uno de ellos, volvía a repetir: todo eso lo ha sufrido por ti. Sé valiente, al menos, y dile que eso que está pidiendo ¡no te da la gana!

Al terminar la meditación, cuando intenté formular un propósito, alguien me tocó en el hombro y me dijo: te llama don Josemaría.

Al entrar en la misma salita de la otra vez, todo me pareció distinto. Sólo quería decir una cosa: que estaba dispuesta a todo.

El Padre, entonces, empezó a ponerme dificultades: la vida iba a ser dura; la pobreza, grande; había que tener una disponibilidad total hasta para irse lejos; tal vez habría que aprender japonés y marchar allá... Nada importaba ya: me había arrancado una decisión plena que, apoyada en la gracia de Dios, salvaría las dificultades".