Isidoro Zorzano: fidelidad al Señor

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Si disponen de tiempo, Isidoro se emplea a fondo. Les habla de fidelidad al Señor: «Hay que ser fieles, muy fieles... Hay que mirar a la Señora que, cuando pronunció su fiat, se entregó del todo a Dios. Pues así nosotros: Serviam!». Pensando en su propia vida, exclama: «¡Qué terrible habría sido decir non serviam!». Esa fidelidad es la que permite contemplar la muerte próxima como un simple cambio de domicilio. Tampoco se preocupa mucho por el tiempo que le quede: si los médicos dicen que un mes, «pues bien, un mes. ¿Qué tres días? Pues tres días. Todo en manos del Señor». Pero suele aclarar: «No tengo prisa; cuando Él quiera». Y bromea sobre su llegada al cielo. «Lo primero que haré es verme con San Nicolás... Me parece que no ha acabado de ver el problema. Le diré que nosotros no queremos nada»: únicamente los medios para servir a las almas.

Evoca los tiempos cuando sólo eran un puñadito y el Fundador les señalaba que algún día comprenderían la grandeza de lo que llevaban entre manos: «veo las cosas con claridad». El Señor —comenta— ha ido enviando las vocaciones conforme hacían falta. «Se ha trabajado mucho, pero aún queda por hacer». Al enfermo le ilusiona pensar que, a la vuelta de cincuenta años, sus hermanos podrán ir a cualquier parte del mundo y encontrar allí gente del Opus Dei.

Estas perspectivas no significan una vida cómoda. Isidoro sabe, por experiencia personal, que «la tentación vendrá»; pero nunca faltará gracia de Dios para vencerla: «Vendrán, dice al visitante, los momentos difíciles: entonces recuerda esta charla que hemos tenido». Le aconseja ser muy sincero en la dirección espiritual. Quien escuche la humilde confidencia «no se va a asustar, porque —siendo miserables— no podemos dar otra cosa que miserias». Esa sinceridad debe aplicarse incluso a los detalles pequeños, que cuando llega la muerte se calibran en su justo valor: «Todos hemos de pasar por esta hora; y lo que antes parecía insignificante, toma ahora proporciones gigantes». El enfermo no exagera la proximidad de su fin. De hecho, han llevado al Sanatorio un misal que contiene la Recomendación del alma. Parece prudente tenerla a mano.

El ingeniero no se recata de manifestar su paz interior. Si, de acuerdo con lo que la gente considera el éxito, hubiera perseguido como meta una brillante posición, «luego llega la hora de la verdad, la hora en que no vale mentir y ¡cuántas preocupaciones!» ante la perspectiva de rendir cuentas a Dios. «En cambio a nosotros no nos pide el Señor cuenta de nada, ...porque nada poseemos. ¡Qué tranquilidad y qué Amor!»

De vez en cuando, procura relajar el tono serio de la charla. Pregunta qué libro ha traído su joven acompañante, para estudiar. «La Química Orgánica de Karrer. —¡Qué cosa más pesada! ¡Yo nunca pude con ella!». Y a un recién llegado que se interesa por si duerme bien, le señala el tomo: «Como no puedo dormirme, me ha traído este libro para ver si lo consigo». Efectivamente, ha pasado la noche anterior sin pegar ojo y repitiendo bajito: «¡Ay, Dios mío!». Por la mañana explica: «Estoy como los niños pequeños: hago de la noche día y día de la noche. Anoche me dieron inyecciones y píldoras para dormir. Está visto que estos medicamentos, como mis chistes, hacen efecto a las doce horas».

Los visitantes ríen y se conmueven al comprobar la serenidad de un moribundo que gasta bromas a cuenta de su propio malestar y del nuevo régimen alimenticio. Alguien sugiere que le sentará muy bien el yogur, porque no necesita digerirlo. Zorzano, que conoce las costumbres de su estómago, advierte con dudosa convicción: «Eso dicen los autores...». Él lo va pasando entre jadeos, que también procura enfocar con buen humor: «Te daré envidia...», dice a un muchacho aficionado al yogur. Y añade: «Yo tengo sobre ti la ventaja de que lo tomo con música».

Con la misma «música» desgrana sus consejos a Ignacio Orbegozo, estudiante de Medicina, que lo acaba de conocer. Zorzano ha pedido que les dejen solos. En voz baja le habla del amor a la Santísima Virgen. Después se refiere a la necesidad de vivir, también amorosamente, el espíritu del Opus Dei: «Cuando un día el Señor nos llame, como me llama a mí ahora, sentiremos esta paz y alegría que sólo puede ser el fruto del que, en la vida, le ha sido fiel». Y añade: «Sólo por alcanzar esta paz en la última hora, ¡bien se puede hacer lo poco que por el Señor hacemos!».

Por último, le insiste en que quiera mucho al Padre: «Me hizo ver cómo él [el Fundador] llevaba el gran peso de la Obra; cómo él se preocupaba de todos y de cada uno en especial; y cómo era imprescindible que nosotros le amásemos a él con un amor muy grande y varonil, pidiendo a Dios que cargase sobre nosotros una parte de la pesada Cruz que el Padre llevaba sobre sí con tanto amor y tan calladamente». Subraya que deben encomendar al Fundador en el memento de la Santa Misa y ofrecer muchos sacrificios por su persona e intenciones.

Acompañar durante un rato a Zorzano induce a la confidencia: «Un amigo mío —recuerda Manuel Botas—apenas entabló conversación con el Siervo de Dios, le comenzó a hablar de su vocación». A Isidoro le gusta charlar con estudiantes que presentan inquietudes de una mayor dedicación a Dios. Si en ellos comprueba signos de auténtica llamada divina, prolonga el diálogo con el fin de animarles a dar el paso. Varios recordarán, por ejemplo, su charla, el Domingo de Ramos, con un catalán a quien habla «de la alegría, paz y tranquilidad que se siente al morir, cuando se ha vivido entregado a Dios». El muchacho sale del cuarto impresionado y más adelante pedirá ser admitido en el Opus

Dei.También su confesor, el agustino Fray José López Ortiz, catedrático en la Universidad de Madrid y después Arzobispo, se siente aguijoneado —«¡Qué envidia!»— por la santidad del enfermo, «bien santo, como yo bien sé».

Idéntica maravilla experimentan otros sacerdotes que lo tratan. Así, el P. Toral, Rector de los Escolapios, alguna vez le lleva la Comunión y pondera después la impresión de santidad que le produce. También el dominico P. José Manuel Aguilar señalará cómo «las veces que había penetrado en el alma de Isidoro había quedado con mucha envidia».