Verano-otoño de 1942. Clases en La Cabrera. Doña Teresa recupera el conocimiento. Inoportuno billete de coche cama. «A nuestro querido Jefe»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En el verano de 1942 vuelve a La Cabrera, donde pasa mes y medio. Su régimen es parecido al del año anterior: «La Misa es a las nueve. Me levanto, pues, a las ocho; es un pequeño relajo, pero —como hay que tener en cuenta que en los pueblos, para las comidas, se rigen por la hora solar— me suelo acostar alrededor de las doce. Por las tardes, como hay novena a la Virgen del Carmen [...], aprovecho para hacer la visita» al Santísimo.

También da clases a sus sobrinos Fernando y María Teresa. A la niña, de diez años, le enseña concretamente las operaciones con números quebrados y las declinaciones latinas, que habrá de estudiar el curso próximo. Las lecciones tienen lugar en una campa. Después de las explicaciones, mientras Mari Tere estudia la materia correspondiente, Isidoro se tumba allí mismo: «No sé», dirá la sobrina, «si meditaría o simplemente descansaba». Como aprende pronto la lección, pide al tío que se la tome inmediatamente, antes de olvidarla. A consecuencia de aquellas clases, la pequeña nunca tendrá problemas con el latín.

María Teresa está en lo cierto: Isidoro ve facilitada la oración por «la presencia de Dios en su relación con el campo». Cuando llega el día de San Bartolomé, aniversario de su vocación, «el contacto íntimo con la naturaleza» le ayuda mucho a meditar sobre «la labor desarrollada en estos años; y, más todavía, el considerar la mala calidad de este instrumento, para rectificar y reparar».

Recibe con alegría las visitas del Padre, Álvaro y algún otro. Desde La Cabrera reza por los fieles del Opus Dei que están en el campamento de la milicia universitaria; escribe recordando que encargó carbón a los Ferrocarriles, por un importe de 400 pesetas, que le descontarán de su nómina; da instrucciones para pagar a un empleado de la residencia; se interesa por la adquisición de una lavadora; y, sobre todo, se acuerda de los «pequeños que están completamente diseminados por los cuatro puntos cardinales y en perfecta unión». A la vez, pide «que no se olvide de mí el Padre en este día, el de San Bartolomé, pues necesito más que nadie». Pero se consume por «estar yo aquí y vosotros ahí, continuando el trabajo al máximo; espero que se me quite esta canijería y poder trabajar».

La verdad es que no se encuentra muy bien: una fiebre y, después, una infección intestinal le obligan a guardar cama. También le molesta la pierna con unos dolores que ofrece a Dios por las labores apostólicas, y que le obligan a estar acostado casi todo el día.

Pero debe hacer, con Salus, una escapada urgente a Madrid: han recibido la noticia de que su madre sufre un ataque cerebral. La encuentran sin conocimiento. Pero, nada más entrar Isidoro en el cuarto, doña Teresa vuelve en sí: «¿Estás aquí?» dice, y aprovecha la situación para presionar al hijo, asegurando que si viviera con ella terminarían todos los males de mamá. Al ingeniero, nada sensiblero pero de gran corazón, se le saltan las lágrimas y permanece allí hasta cerciorarse de la recuperación de su madre.

A principios de septiembre regresa definitivamente a Madrid. Alguien lo recuerda, un domingo por la mañana en el jardín de Diego de León, jugueteando con el perro de Carmen. Zorzano está preocupado por la hermana del Fundador: han vuelto ya los que pasaron el verano en el campamento de la milicia y «precisamente cuando aumenta el contingente de gente, se vuelve Carmen a quedar sin cocinera y la tienes nuevamente sacrificada al pie del cañón».

También él sigue «al pie del cañón». Incluso viaja de nuevo a Valencia para tomar el pulso a las locomotoras construidas por los Talleres Devís. En los Ferrocarriles, conscientes de su estado, le han dicho que no regrese a Madrid mientras no haya plaza disponible de coche cama. A Isidoro le agradaría descansar un poco entre los de Valencia, y comenta con el señor Devís que permanecerá en la ciudad en tanto no haya tren con cama libre. El industrial imagina que Zorzano lo lamenta y, como le aprecia, mueve todas sus influencias hasta conseguir un billete para esa misma noche. Isidoro agradece el «favor» y dice adiós a su acariciado proyecto de reposo.

Como se han unificado las distintas compañías de explotación estatal, para constituir la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles (RENFE), los subordinados de Zorzano temen cambiar sus destinos y perder a Isidoro como jefe. Deciden ofrecerle, a modo de homenaje, un artístico pergamino, con orla historiada en la que figuran locomotoras y otros motivos ferroviarios. Su texto dice: «Al Ingeniero Industrial D. Isidoro Zorzano Ledesma. Dedicamos este cariñoso recuerdo a nuestro querido Jefe, con motivo de nuestro ingreso en la R.E.N.F.E., deseándole toda serie de venturas en su carrera ferroviaria los que todavía tenemos la suerte de acatar sus órdenes». Lleva 16 firmas.

El problema está en conseguir, sin que lo sepa el interesado, una fotografía de Isidoro, para reproducirla en el diploma. Doña Teresa no tiene fotos buenas de su hijo: en realidad no existe ninguna de calidad. Sólo cabe pedirla al propio ingeniero. Zorzano se resiste. Pero ¿cómo va a rechazar el afecto de sus hombres? Acaba entregando lo mejor que tiene: una mediocre fotografía de carnet.

A finales de octubre dos miembros del Opus Dei —José Orlandis y Salvador Canals— se trasladan a Roma por motivos profesionales. Cuando se despiden del ingeniero, les pregunta cuánto tiempo estarán fuera. Orlandis responde que al menos diez meses. Isidoro, con toda naturalidad, comenta: «Entonces nos despedimos hasta la Casa del Cielo, porque cuando vosotros regreséis yo ya no estaré aquí».

De todas maneras, sigue acudiendo al trabajo hasta que materialmente no puede más y tiene que pedir la baja. Pero el ordenanza de la oficina continúa llevándole papeles, que despacha en casa.