Madrugones. Hacer de todo el día una Misa. Espíritu de sacrificio. Una gabardina que no abriga. Vida de oración

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Deja su cuarto tan ordenado que, cuando por las mañanas lo utilizan como sacristía, no parece que allí haya dormido nadie. Porque Isidoro, para entonces, no está ya en casa. Su horario de trabajo no le permite, por lo común, asistir a la Santa Misa que se celebra en la residencia.

Se levanta a eso de las cinco. El madrugón viene también agudizado porque afeitarse —verdadero tormento, dadas la finura de su piel y la dureza de su barba— le lleva un tiempo muy superior al normal. Para que las cuchillas duren más, consigue un aparato con el que las afila.

Se ducha —con agua fría, por mortificación— y, una vez vestido, hace media hora de oración mental. Luego sale pitando hacia la cercana iglesia de San Fermín de los Navarros, donde asiste a la Misa, que suele seguir con el misal, y comulga.

Cuando, el curso próximo, viva en la calle Lagasca y su jornada laboral comience más tarde, a las 8, seguirá madrugando y oyendo la Misa de 6.30 en la misma iglesia de San Fermín. «Hay que observar —recuerda uno— que podía llegar a tiempo a la oficina asistiendo a la Misa de 7 que había en la capilla del Asilo de Claudio Coello, casi junto a casa, y se evitaría ir hasta San Fermín, que estaba a diez o doce minutos de camino. Como alguno le preguntó por qué no hacía esto de ir al Asilo, y así podría levantarse media hora más tarde y pasar menos frío, contestó que tendría que hacer la acción de gracias precipitadamente».

Como al ir y volver de la iglesia todavía es de noche y no hay gente por la calle, cuando hace mucho frío Zorzano corre un poco para entrar en calor. Una mañana en que otro va con él a San Fermín, Isidoro comenta: «Lo interesante es que nosotros sepamos hacer de nuestro día una Misa». De hecho, el ingeniero prepara durante todo el día la comunión del día siguiente y trata de unir sus trabajos, alegrías y penas al Sacrificio de Cristo que se renueva en el altar.

Con este sentido eucarístico y corredentor, Isidoro va guarneciendo su jornada de pequeños sacrificios. Así, por ejemplo, cuando desayuna con otros, toma mermelada como todos; pero no la prueba si desayuna solo, antes que los demás. Siendo, como es, hombre friolero, no utiliza en el invierno más abrigo que una gabardina, de buen aspecto pero de forro ligerísimo. Llega un momento en que algunos lo advierten y dicen al Fundador: —«Sabe usted cómo va Isidoro?». El Beato Josemaría les tranquiliza: —«Sí, ya lo sé, ...y Dios también lo sabe»..

Lleva con idéntico amor de Dios y elegancia humana otras pequeñas incomodidades, como el usar un antiquísimo reloj, al que hay que dar cuerda cada doce horas, o un engorroso misal en tres volúmenes. Ofrece al Señor, sin quejarse, los contratiempos profesionales o los guisos desabridos que prepara una mala cocinera. Al menos durante alguna temporada, con permiso del Padre —a quien ha visto hacer lo mismo—, echa disimuladamente acíbar en la comida, y se mete una piedrecita en los zapatos. También con autorización del Fundador, se administra, por lo menos, una disciplina semanal y lleva cilicio durante dos horas cada día. Pero cuida de que todo esto pase inadvertido y se siente contrariado si alguna vez se descubre: al preparar un día su maletín para salir de viaje, entre los dobleces de la ropa asomó un cilicio, que ocultó enseguida ruborizado.

Isidoro trata de vivir «su misa» a lo largo de todo el día. Pero sabe que esto sería sólo teórico si no dedicase unos tiempos concretos a la oración, según está previsto en el espíritu del Opus Dei. Así, después de almorzar —si está en casa, con el Padre y los mayores— y de un rato de tertulia, hace otra media hora de oración mental, antes de que sus quehaceres le dificulten encontrar tiempo para la meditación.

«Concretamente lo recuerdo en el oratorio» —escribe Federico Suárez, refiriéndose al otoño de 1940— «a las 4 de la tarde, haciendo la oración junto al Sagrario, sentado en el lado de la Epístola, en el banco del fondo con mucha reverencia y devoción». Sin apoyarse en el respaldo del asiento, con la mirada fija en el Tabernáculo, permanece inmóvil.