Meditaciones aprendidas de memoria. Una decisión heroica: se queda en Madrid

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En efecto —escribe Álvaro—, «el Padre nos hacía todos los días la meditación, mañana y tarde. Uno de nosotros [...], en cuanto terminaba la media hora de oración, la recomponía por escrito. Procuraba ajustarse cuanto podía a las palabras, al estilo del Padre. Y cuando venía Isidoro, se llevaba las oraciones escritas, para, en su casa de la calle de Serrano, hacerlas con otros de la Obra que podían andar por la calle».

A Vicente Rodríguez Casado le lleva Isidoro esos textos a la Legación noruega: «Nos metíamos», cuenta Vicente, «en el garaje y allí hacíamos la oración [...] con lo que el Padre había dicho al dirigir la meditación». En un momento dado, se intensifica el registro de los visitantes y Zorzano «dejó de llevar el escrito de la meditación del Padre. No quería que los milicianos profanasen lo que para nosotros era tan sagrado. Más de un paseo —asesinato— hubo por menos motivo que por llevar una meditación en el bolsillo». Vicente no exagera. El 19 de marzo (1937) el Papa Pío XI ha publicado su Encíclica Divini Redemptoris, en la que denuncia cómo, en España, «el furor comunista no se ha limitado a matar Obispos y millares de sacerdotes y religiosos [...], sino que ha hecho un número mucho mayor de víctimas entre los seglares de toda clase, que aun ahora son asesinados cada día, en masa, por el mero hecho de ser buenos cristianos».

Ahora bien —dice Rodríguez Casado—, «Isidoro no sufría dejarme sin la meditación, sin la palabra del Padre. Y resolvió el problema con sencillez aparente, pues las meditaciones eran largas —en media hora se dicen muchas cosas—, demasiado largas para aprender todos los días una de memoria al pie de la letra: eso es lo que hacía Isidoro en obsequio del hermano refugiado en la Embajada».

También Juan Jiménez Vargas está recluido. Al dejar el sanatorio de Suils, se ha enrolado en la brigada anarquista Espartacus. Como no quiere ir al frente, decide provocarse fiebre, artificialmente, mediante unas inyecciones. Lo consulta con Isidoro, que —junto con el recurso a la Providencia— ejercita la virtud de la prudencia. Según recuerda Juan, «esta prudencia le llevaba a no contestar inmediatamente, sino después de pensar mucho cada asunto» en la presencia de Dios. Pero «nunca se encerraba en sus propias ideas o puntos de vista, sino que antes oía a los demás [...] y, a veces, cedía su propio criterio [...]. Cuando le propuse recurrir a la fiebre artificial, reflexionó detenidamente y [...] aceptó mi punto de vista, aunque no le parecía el mejor». Juan, enfermo voluntario en casa de sus padres, habrá de ser visitado a domicilio. Zorzano le lleva la Comunión. Pronto se demuestra que Isidoro tenía razón: aquellas fiebres «no fueron tomadas en consideración por las autoridades militares y, de improviso, sin poder decir nada a Isidoro, fui obligado a presentarme en el frente de guerra».

Aunque José María Albareda no pertenece a la Obra, Isidoro adivina su posible vocación y que las palabras del Padre le supondrían un buen empujón. Es Albareda quien lo relata: «Venía cada dos o tres días por la tarde a la pensión donde yo estaba. Cruzaba ágil la portería», para esquivar al portero que podía denunciarle, y «entraba sonriente en la habitación». Una vez allí, «me daba noticias de la situación de cada uno; preocupado por todos. Y hacíamos la oración. Le gustaba hacerla con las Epístolas de San Pablo»; también «me prestaba las meditaciones que hacía el Padre en la Legación». Así caldeaba el alma del joven investigador.

También transcribe para los de Valencia las palabras alentadoras del Padre: «Como en estos días no nos han salido las cosas como queríamos, nos dice: Criotes: me dais la impresión de apabullamiento. Os encuentro alicaídos, llenos de fastidio..., cansados. No os conozco: si niños, los niños insisten con tozudez, cuando encuentran inconvenientes, hasta vencerlos y lograr luego más plena satisfacción al conseguir sus deseos; si hombres, los hombres se crecen ante los obstáculos y sonríen... y convierten en deporte viril lo que era deber penoso y acaban, ¡siempre! —con el logro o sin él: ¡bah!— satisfechos»; «Nos dice mi padre: Hijos, ¿os habéis hecho la ilusión de que es posible andar sin vencer resistencias? Pues claro que siempre y en todo hemos de encontrar grandes dificultades unas veces; y otras, pequeñas dificultades. Por cierto que las primeras, de ordinario, se notan menos porque enardecen; es en las segundas, que producen escozor a nuestra soberbia y nada más...»; «Mi abuelo no deja de repetirnos la cantinela de ‘alegría con paz’; ¡y suenan tan bien sus palabras que parece van directas al corazón! Poner los medios de que disponemos en todos los asuntos que nos encomienda; la solución favorable o adversa es lo de menos; siempre será lo que mejor convenga. Es claro que dejándonos siempre guiar por D. Manuel». (La censura postal exige recurrir a un lenguaje inteligible para los destinatarios, pero sin exponerles a peligros. Así, por ejemplo, Nuestro Señor será «Don Manuel»; y el Fundador, «Mariano» —su cuarto nombre de pila— o bien «mi padre» o «mi abuelo»).

Isidoro se deja «guiar por D. Manuel» y por quien hace sus veces. Menos de quince días llevaba el Padre en la Legación de Honduras, cuando a Zorzano le ofrecen el ser evacuado de Madrid al extranjero. Lógicamente, le atrae la perspectiva de terminar, por cuanto a él se refiere, las angustias y peligros. Pide consejo al Fundador.

El Padre, que no desea coaccionarlo, le dirá: «Tú obra con enterísima libertad». Pero antes, con gran claridad, le ha expuesto la conveniencia de permanecer en la capital. El Beato Josemaría está deseando salir de su encierro y atender a todos sus hijos; pero su condición de clérigo le impide moverse por el Madrid republicano. Isidoro es la única persona que, con relativa seguridad, podrá cumplir esa función tutelar y mantener la correspondencia con los que están desparramados por las dos Españas. También será preciso poner en marcha DYA, en cuanto sea posible. Isidoro, para no preocupar al Fundador, ha sido poco explícito al describir su precaria situación de «español nacido en Buenos Aires». Y el Beato Josemaría, como todos, da por sentado que Zorzano es súbdito argentino: «Como extranjero que eres, y hombre que jamás ni directa, ni indirectamente se ha mezclado en la política española, no tienes que temer ninguna molestia concreta».

Zorzano, siempre prudente, en esta ocasión no lo piensa dos veces. Su decisión es heroica: sin disipar el equívoco de su nacionalidad, agradece la oportunidad de seguir sirviendo a los demás. Se quedará en Madrid. Como estos días no le permiten ir a Legación de Honduras, comunica por escrito su determinación. El Padre aplaude la generosidad de su hijo mayor: «No esperaba menos de ti, Isidoro. La solución que has dado a tu asunto es la que Nuestro Señor quiere, sin duda alguna». También se alegra doña Dolores. Isidoro informa, con toda naturalidad, a los levantinos: «Aunque se marche mi padre en compañía de algunos hermanos, de los peques, yo me quedaré para hacer compañía a los otros y poderme hacer cargo de la casa cuando esto se normalice».