Por San Antón y Porlier

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Isidoro visita a las familias de los miembros de la Obra encarcelados. De este modo consigue saber sus paraderos y andanzas.

Ya están todos localizados. El 11 de enero (1937) Zorzano escribe a los que andan por Levante: «Mi querido amigo: Mi Padre y todos mis hermanos están muy bien; espero noticias vuestras y de Pedro. Te abraza, Isidoro».

Zorzano cada vez se arriesga más por todos. Se ha enterado de que Juan Jiménez Vargas será declarado libre y habla con un juez para confirmar el dato. Después se presenta en la cárcel de Porlier para comunicar al interesado la noticia. Pocos días más tarde, estando Juan escondido en casa de sus padres sin documentación, Isidoro acude para decirle que el doctor Suils lo admite en su Sanatorio.

Al visitar a Jiménez Vargas en Porlier, Zorzano ha descubierto que resulta posible llegarse a las cárceles. Únicamente lo hacían, de vez en cuando, algunas mujeres: por ejemplo, madres o esposas de los presos. Pero todo es cuestión de echarle valor al asunto... y de pedir a los Ángeles custodios que los guardias no miren despacio la documentación del visitante, quien —por descontado— se juega la vida.

El Padre, por el propio Zorzano, sabe que Álvaro ha sido juzgado y ha salido de San Antón. Pero allí queda Chiqui. Isidoro acude casi a diario a la prisión. Chiqui escribirá: «A mí en los tiempos en que ningún hombre iba a visitar a los presos a la cárcel, por el peligro a que se exponía, me fue a ver». Lo hizo «repetidas veces en la cárcel de San Antón, preocupándose de que saliera de ella por padecer yo una afección renal».

Ocasión hay —por ejemplo en días de intenso bombardeo— en que sólo aparece un visitante por San Antón: Zorzano. Callejear por Madrid resulta, efectivamente, peligroso; hasta el punto de que la Junta de Defensa publica unas «recomendaciones para aminorar el riesgo de los transeúntes durante las agresiones de la artillería». A veces ha de marcharse tras discutir sin éxito acaloradamente con los guardias, que le impiden ver al amigo. A Isidoro, apacible de suyo, la bronca puede costarle cara, si examinan atentamente sus papeles.

Garnica —que dirá de Isidoro: «¡Conmigo tuvo una caridad extraordinaria!»— es pronto trasladado a Valencia: primero al penal de San Miguel de los Reyes y, luego, a la Cárcel Modelo. Zorzano escribe a los levantinos para que, de cerca, vean el modo de ayudar al cautivo. Por su parte, visita frecuentemente a la familia de Chiqui en Madrid. La madre del joven declarará: «Vino a verme», Isidoro, «y se tomó gran interés por sacar a mi hijo; consiguiéndolo, pues le declararon enfermo y le admitieron en un sanatorio, donde no pudo ir porque le trasladaron a Valencia. Venía a vernos y a consolarnos, trayéndonos siempre noticias satisfactorias, y cuando le decíamos que se arriesgaba mucho decía que él no tenía que temer, por ser súbdito argentino; cuando todos sabíamos que a muchos extranjeros no les había defendido de la muerte el serlo».

Isidoro no sólo corre peligro cuando acude a las cárceles. También es arriesgado acercarse por las embajadas o consulados extranjeros. Como son lugar de asilo para muchos refugiados, las milicias controlan sus alrededores. Frecuentar esas dependencias levanta sospechas. Ahora bien, Vicente Rodríguez Casado lleva meses en la Embajada de Noruega; y Álvaro, cuando salió de San Antón, se acogió a la Embajada mexicana. Uno y otro recibirán el cariño —humano y sobrenatural— que, por encargo del Padre, les lleva Zorzano.

Vicente recuerda la primera visita de Isidoro a «Noruega»: «Estaba peor que en una cárcel porque no se podía comunicar con el exterior. Nunca sabré expresar lo que sentí la primera vez que me entrevisté con Isidoro en el zaguán de la Embajada, ni el tiempo que transcurrió hasta su marcha. Estaba sediento de noticias del Padre, de los demás, de hablar de la Obra. Isidoro, mucho más delgado, era sin embargo el mismo. Trascendía de él una confianza tan enorme en Dios, hablaba con tanta naturalidad y sencillez de lo que el Señor iba a hacer por medio de la Obra, muy poco tiempo después, si nosotros éramos fieles, que mi fe se agigantaba al ponerse en contacto con la suya. No la había perdido; gracias a Dios, tenía una seguridad absoluta; pero al verle, al oírle, lo abstracto de mi fe se concretaba, lo ideal se actualizaba».

A ese primer encuentro seguirán muchos: «En un principio, durante bastante tiempo, venía a verme todos los días. Merced a un cargo que me dieron en la legación —vigilar la entrada y salida de la camioneta de abastecimientos—, podía conversar con Isidoro diariamente más de una hora»: charlan y rezan juntos en el garaje.

La Embajada prohibirá las visitas. Pero Zorzano encuentra el resquicio para estar con Vicente, aunque sea más espaciadamente: «No puedo verle nada más que los sábados, y extraoficialmente...»; «Ayer estuve con Vicente. Con el nuevo ministro tienen un plan más severo...»; «Le veo con frecuencia y es el que está más solo». Por eso, porque Vicente está muy solo, Isidoro sigue haciendo equilibrios. El propio Rodríguez Casado recordará:

«A veces se le escapaba decirme —Hoy me he colado en la portería de rondón, sin que me vean los guardias. No quiero que me fichen.»

Cuando, haciendo hincapié en eso, le advertía que no viniese a verme con frecuencia [...], él se sonreía y me contestaba que, poniendo los medios, Dios no podía por menos que favorecernos. En efecto, consideraba muy conveniente el visitarme, para traerme, como él decía ‘calor de familia’. Sin embargo, la realidad era, según luego me he enterado, que había registros y cacheos a la entrada».

Isidoro acude también al edificio de la Embajada de México, donde se ha refugiado Álvaro. «En cuanto pude hacérselo saber a Isidoro, vino inmediatamente [...] y pasamos un largo rato de charla sobre lo que tanto nos interesaba: la situación del Padre, la de todos los demás... Recuerdo que su visión —tan sobrenatural— de tanta tragedia, su confianza grandísima en Dios y la naturalidad y la sencillez con que expresaba su esperanza, su seguridad de que Dios pronto habría de dar gran fruto de salvación de almas y de paz, por medio de la Obra, si nosotros éramos fieles, me hizo mucho bien», escribe el interesado.